From: providencia y terror metamoderno
Toda ficción es providencial. Los espectadores necesitamos un «por qué» y un «para qué» tanto como los propios personajes.
Escribo esto antes de que termine la segunda temporada de la serie From, asumiendo que mucho de lo que planteo aquí podría no encajar con la resolución, sobre todo si los guionistas dan con un desenlace que cierre de forma redonda y coherente la enorme batería de interrogantes abiertos a lo largo de la serie. Pero teniendo en cuenta que fueron los mismos creadores de la mítica Lost, creo que podemos esperar un final marcado por la ambigüedad, al menos en lo que se refiere a la explicación alucinógena o real de los sucesos. Podemos vaticinar, además, que no será un final satisfactorio para el gran público.
Pero no me importa cuál sea el desenlace, de haberlo, ni me preocupa demasiado si From tiene una factura mala, buena o regular, porque solo voy a utilizarla de excusa para comenzar una serie de reflexiones sobre el terror en tiempos de lo que algunos llaman la metamodernidad.
La premisa de From, que podríamos sintetizar en la fórmula «Lost con vampiros», es sencilla e impactante: un centenar de personas de distinta procedencia —eso sí, todas de los Estados Unidos— quedan atrapadas en un pueblecito boscoso, después de atravesar una experiencia idéntica, algo así como el mito fundacional de la serie: todas conducen por una carretera que de pronto se ve bloqueada por un árbol caído, en un lugar desconocido y bajo el vuelo agorero de unos estruendosos cuervos. Al dar media vuelta, sus coches se ven invariablemente prisioneros de un bucle infinito, que una y otra vez los devuelve a la polvorienta calle del poblado maldito. Pero aceptar esta imposibilidad, y resignarse a permanecer allí con el resto de los náufragos, es solo la primera parte del horror. La segunda mala noticia es que, tan pronto como anochezca, unas criaturas con aspecto humano pero de naturaleza monstruosa se echarán sobre el pueblo en busca de víctimas. Todas las noches, sin excepción.
El orden en el caos
Quienes caen en la trampa pronto descubren que, a pesar del horror, es posible llevar algo parecido a una vida en este rincón del infierno. Existe un orden creado alrededor del único conocimiento cierto del que disponen, el horario estrictamente nocturno de depredación, y la existencia de unos talismanes que mantienen las casas protegidas de las criaturas, siempre que nadie cometa el error de invitarlas a entrar cuando tocan en su ventana, al más puro estilo Salem’s Lot.
Cuando arranca el primer capítulo sabemos que el poblado lleva noventa y seis noches sin incidentes, porque así lo indica un cartel colgado en la puerta de la oficina de correos. Tres meses en los que el toque de queda y el orden impuesto por el sheriff Boyd Stevens han servido para crear una ilusión de normalidad dentro de la absoluta anomalía del lugar. Esta vivencia de los días repetidos de forma idéntica y bajo una racionalidad extremadamente precaria conecta con la sensación de presente indefinido que impregna a los supervivientes en los relatos postapocalípticos, un género del que From es pariente cercano.
Pero por debajo de este orden práctico de supervivencia solo hay arenas movedizas de indeterminación e irracionalidad. Nadie sabe qué ha pasado. Nadie conoce la naturaleza del fenómeno insólito que los ha llevado hasta el pueblo y los mantiene atrapados en él, y nadie sabe qué (o quiénes) son ni de dónde vienen las criaturas vampíricas que los acechan cada noche. Todas las indagaciones de los náufragos, al comienzo de la serie, se reducen a un mapa de los Estados Unidos con un centenar de chinchetas clavadas en los lugares dispersos donde cada habitante fue absorbido por el remolino del bucle. Seguramente a ese «desde» se refiere el título de la serie: el origen de cada personaje. El problema es que dicho origen particular no parece aportar —por ahora— ninguna explicación sobre la creación, la realidad o irrealidad del poblado maldito.
Pronto averiguamos que los habitantes del lugar se han dividido en dos grupos, los que se instalan en las casas a pie de la carretera y los que conviven en la vieja mansión de la colina, y que ambas comunidades únicamente comparten la misma rutina en lo que respecta al toque de queda. Mientras en el poblado rige la ley de Boyd, y quienes infrinjan sus obligaciones pueden acabar entregados a las criaturas en un patíbulo denominado «la caja», la casa colonial está animada por un espíritu de comuna hippie donde todas las propiedades se comparten, se fomenta el hedonismo y las expresiones artísticas, y la autoridad matriarcal está encarnada en una mujer de carácter fuerte llamada Donna.
Con el transcurso de los episodios, sin embargo, iremos asistiendo a una progresiva uniformización y una disolución del límite entre ambos mundos, hasta el punto de que Boyd y Donna formarán una sola autoridad bicéfala para lograr mantener en pie la única organización social viable, la que compromete a todos los vecinos, sin excepción, con el mantenimiento de la seguridad común. Pero más allá de esa necesidad práctica de autoprotección, muy pronto comprobamos que se trata de una comunidad cuyo principio ético es la solidaridad. En primer episodio, el sheriff, la enfermera y otros vecinos no dudan en arriesgar sus vidas para ayudar a la familia accidentada en la carretera. Por lo que sabemos, todo viajero que recae en el poblado es invariablemente aceptado y acogido por los lugareños, a pesar de que no obtienen ningún beneficio al aumentar el número de habitantes; al contrario, cada nueva llegada compromete el reparto de los escasos víveres comunales.
El hombre en busca de sentido
Pero ¿es suficiente con la supervivencia para no volverse loco? O dicho de otra forma: ¿vale la pena esforzarse por preservar una vida que carece de sentido y de futuro, de un por qué y un para qué? Incluso el espíritu dionisiaco que impera en la casa colonial parece no bastar para contener la desesperación; y qué decir del orden pretendido por Boyd, una simulación de aldea familiar apenas creíble en las horas diurnas y representada sobre un escenario de ruinas y abandono.
Quizá el horror de las criaturas, el temor constante a cometer cualquier error fatal o a que suceda cualquier nuevo e imprevisible espanto resultan demasiado insoportables para que nadie pueda acostumbrarse y mantener simultáneamente la cordura. Y sin embargo, en varias ocasiones los personajes muestran su recelo a abandonar este lugar, donde el desafío de mirar el horror cara a cara les ha hecho sentirse más vivos que nunca. Por utilizar la expresión de Heidegger, la consciencia de la muerte les ha concedido un tiempo de existencia auténtica. Cabe incluso hablar de una libertad última, precisamente facilitada por la imposibilidad de huida, una paradoja que Viktor Frankl experimentó en su propia carne durante el cautiverio en un campo de concentración nazi: la libertad de escoger tu actitud en las circunstancias más adversas.
Los personajes de From se descubren «arrojados» a un mundo absurdo y, como héroes existencialistas, muchos de ellos tratan de agarrarse al sentido del puro presente, del compromiso y el papel que asumen cada día dentro de la comunidad. No importa qué hicieran o quiénes fueran en sus vidas anteriores, salvo por los conocimientos prácticos que puedan aportar a la supervivencia del grupo.
Pero el despliegue del puro presente —parecen decirnos los guionistas— no es suficiente para dar sentido a una vida humana ni tampoco para dar interés a una ficción. Los espectadores anhelamos ese por qué y ese para qué tanto como los propios personajes.
Dado que el pueblo funciona como una prisión, el telos de esta narración bien podría tener la forma de una fuga. De hecho, vemos cómo los personajes más rebeldes, o menos dispuestos a renunciar a la razón —incluido el sheriff Boyd, que evoluciona a lo largo de la serie— dedican continuos empeños a encontrar el modo de «volver a casa». Pero no se puede planificar una fuga sin un plano de la cárcel; entender cuál es el origen y la naturaleza del pueblo —¿se trata de un sueño? ¿de un experimento social?— es un requisito imprescindible para cualquier estrategia de evasión.
Sucede que no resulta fácil conseguir información en este lugar. Para empezar, no hay sabios. El hombre más anciano, Bing-Quian, sufre demencia senil y apenas es consciente de quiénes son su familia. El más veterano de todos los supervivientes del lugar, Victor, pasa por ser un loco, un hombre adulto con mente de niño traumatizado, y sus conocimientos están tan atravesados de emoción que resulta imposible traducirlos en datos fiables.
Hay un sacerdote, el padre Khatri, de quien se esperaría algún tipo de guía espiritual en semejantes momentos de tribulación y quizá un atisbo de conocimiento místico que pueda orientarlos en un territorio claramente sobrenatural, pero su papel se reduce a mero oficiante de funerales y se diría que él mismo carece de la fe necesaria para atraer a los feligreses a su desolada capilla. Representa el fracaso de la creencia tradicional, del mismo modo que los intentos científicos de buscar una salida se ven abocados al fracaso.
Dos recién llegados lideran el bando positivista o tecnológico: Jim, además de padre de familia en mitad de una crisis marital, es ingeniero de parques de atracciones (nada más oportuno); Jade, además de un pijo ególatra, es diseñador de software. Juntos proyectan una torre de emisión que es instalada en el tejado de la casa colonial para tratar de comunicarse con el mundo exterior, solo para ver cómo es destruida por una súbita tormenta, como una emanación de la furia irracional del lugar; pero no sin antes captar una señal. Jim y Donna son los únicos que escuchan la voz masculina que responde al otro lado, únicamente para advertirles de la transgresión que está teniendo lugar en otro rincón del pueblo (la mujer de Jim está a punto de producir el desplome de su propia casa).
Por otra parte, el personaje de la enfermera Kristi muestra quizá mejor que ningún otro dónde está el límite entre lo que la ciencia convencional puede y no puede alcanzar. Es capaz de sanar heridas, y por tanto salvar vidas, pero no de comprender la naturaleza del fenómeno y de las criaturas a las que se enfrentan, por lo que su poder no trasciende el plano de la mera supervivencia.
Profetas y providencia
Es interesante cómo después del fracaso de la torre de comunicación, Jade parece decantarse por otros «modos de conocimiento», cumpliendo la premisa de Carol J. Clover de que toda historia de lo oculto es una historia de conversión, donde la fe en la Ciencia Blanca debe ser reemplazada por la superioridad de la Magia Negra (en el sentido amplio de conocimiento esotérico o alternativo). Perdida su confianza en la tecnología, Jade se vuelca en las visiones y en los símbolos cuyo significado parece poseer Victor, el loco del lugar. Veremos hasta dónde llega por ese camino.
La evolución en el caso de Jim es diferente. Resulta muy significativa la discusión que mantiene con Donna acerca de la voz que ambos han escuchado al otro lado de la radio. Ella le reprocha a Jim su excitación, porque, sean quienes sean los que están observándolos, queda claro que no son buena gente y no están dispuestos a ayudar. Lo que Donna no entiende es que Jim está dispuesto a celebrar que haya alguien al otro lado incluso si se trata de alguien malvado, un sádico que solo quiera divertirse o experimentar con ellos, porque eso significaría que aquella horrible experiencia al menos tiene un sentido. Y los espectadores solo podemos estar de acuerdo; compartimos ese mismo criterio, esa necesidad de contexto y de relatabilidad de los fenómenos increíbles que se presentan ante nuestros ojos.
Toda ficción es providencial, en el sentido de que la serie de sucesos narrados responde obligatoriamente al diseño de una mente creadora. Saber que todo forma parte de un plan, cualquiera que sea, nos reconforta como lectores, del mismo modo que a un creyente le reconforta pensar que todo lo que ocurre en su vida, bueno o malo, responde a los designios de Dios. De hecho, nos sentimos profundamente decepcionados si no percibimos ese aliento providencial cuando nos adentramos por un texto narrativo, si tenemos la sensación de que los sucesos presentados son aleatorios y la historia no “va” a ningún sitio.
Incluso podríamos especular, en un salto metaficcional, que la voz que Jim escucha al otro lado de la radio corresponde a uno de los guionistas de la serie, revelando un montaje al estilo de El show de Truman. Pero dudo mucho que los creadores sigan ese desarrollo, que a casi todos nos sonaría tremendamente desfasado.
En relación con ese anhelo de providencia —con mayúscula o minúscula, no importa demasiado—, From nos transmite el mensaje de que hay situaciones en las que debemos creer en los profetas. Quien mejor encarna esta figura es el propio sheriff Boyd, «don panes y peces», quien regresó de una de sus primeras incursiones en el bosque con los talismanes e instauró un orden alrededor de ellos, al más puro estilo de Moisés descendiendo del monte Sinaí. También en el propósito de liberar a todos del sometimiento al pueblo maldito y llevarlos de vuelta a su hogar vemos el carácter profético de su liderazgo. Un liderazgo que es cuestionado, aunque solo momentáneamente, cuando el sheriff decide proteger a Sara, la asesina que escucha voces de los espíritus, y cuando el propio Boyd regresa de su bizarro descenso a unas mazmorras de pesadilla, contaminado de algo que a primera vista parece simple locura, pero que resultará ser una posible clave para plantar cara a las criaturas. Incluso los más escépticos tendrán que admitir entonces que hicieron mal en dudar de él; y de este modo «milagroso» Boyd logrará restituir su autoridad. (En religiones como el judaísmo, los profetas eran los encargados de renovar la tradición a través de las revelaciones que recibían personalmente de Dios.)
Terror y metamodernidad
Pongo sobre la mesa el concepto de metamodernidad porque cada vez lo veo más presente en el comentario cultural y me parece un marco sugerente para el análisis de la ficción actual. Aunque el término es amplio y susceptible de infinitas matizaciones, algunas incluso contradictorias, a grandes rasgos se habla de metamodernidad como una tercera fase en la secuencia modernidad-posmodernidad-metamodernidad, y no supone tanto una ruptura de las anteriores como una integración o una oscilación entre los valores que ambas representaban. Si lo que caracterizaba la modernidad era la confianza en el paradigma científico, el progreso, la tecnología o la universalidad del ideal humano, y lo que caracterizaba la posmodernidad era la desconfianza en las grandes narrativas, el escepticismo, el nihilismo, la fragmentación de puntos de vista o la deconstrucción, ¿dónde se situaría entonces la síntesis metamoderna?
De acuerdo con las nacientes teorías estéticas y filosóficas, se trataría de una nueva sensibilidad o «estructura de sentimiento» que buscaría una forma de salir de la crisis de sentido provocada por el exceso de cinismo y el desapego de la posmodernidad, pero sin volver a la ingenuidad, la vanidad y la confianza ciega en la razón que nos condujeron a las guerras mundiales y a los horrores del siglo XX.
La metamodernidad no rechaza todos los rasgos posmodernos —ni estéticos ni filosóficos— sino que aspira a integrarlos con rasgos aún presentes o recuperables de la modernidad. En el terreno que nos importa, la creación de ficción, la perspectiva metamoderna quiere demostrar que es posible construir grandes narrativas a través del pastiche, por ejemplo, y sin renunciar a la ironía, siempre que se haga con sinceridad y logre involucrarnos emocionalmente (como en la película Todo a la vez en todas partes o en la última saga multivérsica de Spiderman).
Esta corriente —si es que puede llamarse así— entronca así con la «nueva sinceridad» de la que ya hablaba Foster Wallace en los años noventa, y entre otras cosas se aleja del escepticismo y abre la mirada a cierta clase de espiritualidad. Si bien no está claro que traiga consigo unos nuevos Ideales con mayúscula, sí parece recuperar cierta jerarquía de valores y no promueve la apatía ni el nihilismo sino el compromiso social, así como asume que no hay vuelta atrás en la incorporación de las nuevas perspectivas feministas, raciales o identitarias que habían sido mantenidas fuera del relato cultural predominante.
Dicho todo esto, también es posible que el metamodernismo no sea nada más que otra vuelta de tuerca de la posmodernidad, un «nihilismo con una sonrisa» como dice Duncan Reyburn. Solo el tiempo lo dirá.
Volviendo al terror, la pregunta que me ha surgido estos días es qué lugar ocuparía el género en este nuevo mapa de narrativas, grandes, pequeñas o medianas.
Tal como yo lo entiendo, el verdadero terror ha sido siempre premoderno; no puede ser moderno ni posmoderno, y por tanto tampoco encaja cómodamente en la etiqueta de metamoderno. Y esto es así porque el terror está vinculado de forma esencial con el inconsciente, que es prerracional, intuitivo y simbólico. Nunca ha creído en el poder de la ciencia moderna pero tampoco duda de la existencia de lo Real, aunque lo localiza justo por debajo de nuestra fantasía de realidad. Cree que la lucha entre el mal y el bien forma parte de la propia esencia del hombre, pero no cree en la razón como herramienta para dar esa batalla. Para sobrevivir, los héroes del género tienen que dar un difícil «salto de fe», convencerse de que la voz que les habla en su cabeza es verdadera o al menos comportarse como si lo fuera.
El terror ha entendido quizá mejor que ningún otro género que no podemos vivir en contacto directo y continuo con aquello Real, sin una malla o estructura narrativa de protección. Lo que hace la ficción de horror es presentarnos en forma de relato y metáfora —en busca de la «eficacia simbólica» de los chamanes— esa realidad traumática de la que no podemos escapar: la muerte, la corporalidad (las limitaciones y vulnerabilidades, la decrepitud, los apetitos y los procesos del cuerpo), el pasado, la disolución del sentido y de la propia identidad (la locura).
En definitiva —y aquí creo que es donde la serie engancha mejor con mi reflexión sobre la metamodernidad— lo que los personajes de From buscan es una historia mayor que unifique las pequeñas historias de cada uno, constituidas por traumas, inseguridades personales y ajustes con el propio pasado. Buscan un sentido final en la experiencia compartida del poblado maldito, más allá de las peripecias episódicas de supervivencia. Y los espectadores esperamos exactamente lo mismo. ¿Nos lo concederán los guionistas? Y si lo hacen, ¿nos sentiremos verdaderamente satisfechos de ver disuelto el misterio que nos mantenía atrapados? Quizá el equilibrio se encuentre en dejar insinuada una «gran narrativa», una providencia de algún tipo que aliente el destino común de todos los personajes, pero sin descorrer por completo el velo. Sin pretender explicarlo todo de forma racional.
A modo de disclaimer: soy consciente de que estoy buscando una coherencia donde podría no haberla. De hecho, parece obvio que el comportamiento de los personajes de From no responde a la lógica ni resulta creíble en más de una ocasión, sino que se pliega a toda clase de artificios y trucos narrativos, a la providencia utilitaria de un guion muy poco fino.
Me apetece terminar con unas palabras pronunciadas en 1993 por David Foster Wallace, y que anticipaban esa «estructura de sentimiento» que parece definir a la metamodernidad. Respondía a una pregunta sobre el éxito de una novela tan nihilista y desoladora como American Psycho, de Breat Easton Ellis, y esto es lo que decía:
Probablemente la mayoría de nosotros estaría de acuerdo en que estos son tiempos oscuros y estúpidos, pero ¿necesitamos ficción que no haga más que dramatizar cuán oscuro y estúpido es todo? En tiempos oscuros, la definición de buen arte parecería ser el arte que localiza y aplica reanimación cardiopulmonar a esos elementos de lo humano y mágico que aún viven y brillan a pesar de la oscuridad de los tiempos. La ficción realmente buena podría tener una visión del mundo tan oscura como quisiera, pero encontraría la manera tanto de representar este mundo oscuro como de iluminar las posibilidades de estar vivo y ser humano en él.