La noche devora al mundo: zombis y crisis de sentido
La narrativa zombi sigue tratando un aspecto crucial de nuestro zeitgeist: la falta de sentido ante un presente que experimentamos como inacabable y absurdo.
«El único mito moderno es el mito del zombi». Es raro pensar que Deleuze y Guattari escribieran esta frase en 1972, cuando Romero aún no había estrenado más que la primera de su saga (donde la palabra en cuestión ni siquiera se menciona) y el fenómeno de la ficción de muertos vivientes apenas despuntaba. Si los filósofos franceses reflexionaban sobre la deshumanización de la sociedad capitalista —me imagino su entusiasmo si llegaron a ver Dawn of the dead, que transcurría en un centro comercial—, más de cincuenta años después podemos confirmar que la figura del zombi sigue encarnando al menos un aspecto crucial de nuestro zeitgeist: la crisis de sentido ante un presente que a menudo experimentamos como absurdo, sin un futuro que nos desafíe y nos haga movernos en ninguna dirección.
Lo personal es mundial
La noche devora al mundo (Dominique Rocher, 2018) es una modesta película francesa que narra el apocalipsis zombi desde el punto de vista de Sam, un joven que acude a casa de su exnovia, donde se está celebrando una gran fiesta, para recuperar algunos objetos personales; ante la imposibilidad de hablar con la chica, Sam se queda dormido en una habitación cerrada, y cuando despierta horas después descubre el piso devastado y lleno de sangre. Y algo más: descubre a su exnovia en el rellano, convertida en zombi. Como todo el mundo. Sam logra ponerse a salvo y, superado el shock inicial, se dedica a fortificar el edificio para resistir el asedio de los no muertos, en completa soledad.
La película no ofrece ninguna información sobre el origen del fenómeno, que se desata en off, mientras nuestro protagonista duerme, con el contagio súbito y fulminante de toda la población —al menos en París, aunque intuimos que a escala mundial— durante el curso de una sola noche. Y lo cierto es que no necesitamos más explicaciones ni preámbulos para aceptar la premisa de una plaga zombi: hasta ese punto tenemos asumida su mitología. A juzgar por la entereza y la rapidez con que acepta el suceso y se pone manos a la obra, podemos suponer que nuestro protagonista también está al tanto de qué es un zombi y de cómo funciona.
Hay una primera lectura metafórica (o psicológica) del evento que parece bastante obvia, y que concuerda con la aparente ausencia de duelo por la muerte de Fanny: lo que Sam está viviendo es la materialización de una oscura fantasía de venganza. Ver morir a todos los invitados de la fiesta del novio de su ex supone, por qué no reconocerlo, un profundo y siniestro goce para Sam. Después de este triunfo del resentimiento, en cualquier caso, queda la angustia ante un futuro completamente anulado, y aquí es donde la ruptura de una relación íntima se convierte —mediante el mecanismo de la narrativa zombi— en una disolución de la civilización al completo. La lógica subjetiva funciona así: si mi vida carece de sentido, el mundo entero carece de sentido.
Sam sube al tejado y desde allí toma consciencia de sí mismo como un hombre radicalmente solo, tal vez el último hombre vivo, completamente aislado en aquel edificio y sin otro objetivo que combatir un infinito asedio zombi.
Sísifo
Si el absurdo es, como decía Albert Camus, el estancamiento en un bucle infinito de acciones que no producen ningún avance —como el arrastre de la piedra de Sísifo—, podemos concluir que la nueva vida de Sam es absurda. Normal que el vecino de abajo, otro silencioso superviviente como él, decida volarse la cabeza en los primeros minutos de la película, después de ocuparse de su mujer infectada. ¿Qué motivo tendría para no hacerlo? ¿Y qué motivo tiene Sam para no suicidarse y seguir adelante? Esa es la verdadera pregunta.
El puro instinto de supervivencia justifica inicialmente el comportamiento de Sam. «El cuerpo retrocede ante la aniquilación», dice Camus. Pero cuando las puertas están selladas contra cualquier ataque y se dispone de suficientes provisiones, las necesidades del cuerpo ceden paso a las de la mente. A diferencia de los zombis, Sam es un ser dotado de consciencia y eso significa que no se conduce solo por instinto, sino que necesita un motivo para levantarse cada mañana. A los zombis, como al gato que sobrevive tranquilamente entre ellos, les basta con existir. Al ser humano, no. Somos tan complicados que no nos basta con un qué y un cómo; necesitamos también un para qué.
Y es interesante observar que, pese a todo, Sam no desespera. Puesto que sus expectativas se limitan a mantenerse a salvo, mientras lo logra no siente frustración. La ausencia total de cualquier otra expectativa vital lo convierte quizá en un hombre absurdo, pero no desesperado. Lo vemos tranquilo mientras va inspeccionando todos los pisos del bloque, eliminando o encerrando a los últimos zombis y haciendo acopio de víveres. Ha alcanzado un estado de ataraxia a través de la ejecución de una minuciosa rutina de precauciones. Se emociona únicamente cuando escucha sus viejas cintas de casete, donde permanece grabada la voz del niño que fue, jugando y canturreando, feliz en la soledad de su cuarto, desatendiendo a las llamadas de sus padres. En las pocas palabras que intercambia con su exnovia al comienzo de la película, ella le reprocha que nunca se moleste en buscar amigos; parece evidente, por tanto, que la actual situación de aislamiento representa solo el grado extremo de esa inclinación de su carácter, no una subversión traumática de su forma de desenvolverse en el mundo. Sam siempre ha sido un tipo introvertido y solitario, además de obsesivo: el superviviente ideal para un holocausto zombi.
Pero la necesidad de sentido termina haciendo mella incluso en un carácter como el suyo. Vemos qué poco le dura el disfrute —si es que hay alguno— de disparar con una pistola de paintball a los zombis de la calle (no nos pasa desapercibido el mural de polaroids que va tachando; probablemente fotografías de las personas que asistían a la fiesta), quizá porque se trata de la parodia de un trabajo que realmente le podría ser de gran utilidad, si dispusiera de un verdadero rifle de precisión. No es hasta el minuto 34 que lo vemos disfrutar con una actividad completamente inútil, pero a la que dedica varias horas, o incluso días de preparación: la disposición de un gran número de objetos de todo tipo —botellas, juguetes, escurridores, vasos, objetos colgantes— para crear un ritmo musical a la vez que él se mueve, casi danzando, por toda la habitación. Suponemos que en su vida anterior Sam era percusionista o músico de alguna clase.
Esto coincide con la idea de Camus de que el valor del arte procede, precisamente, de su inutilidad: el artista se rebela contra el absurdo de la existencia a través de su creación. Y ningún lugar mejor que París, capital proverbialmente atea y artística, para sugerir que quizá el sentido de la vida humana no proviene de ninguna divina providencia sino de un acto de voluntad tan sutil e improductivo como... tocar una bella canción con piezas de vajilla. Es posible que esta clase de rebeldía no sirva para cambiar el mundo exterior directamente —nada mejora en la situación de Sam después de su interpretación musical—, pero refleja un cambio de actitud y apunta hacia un primer brote de desesperación, precisamente porque revela la existencia de una falta: la falta de unos oídos que disfruten su música, la falta de otro ser humano.
El infierno son los otros
En el interesante ensayo Zombies in Western Culture. A Twenty-First Century Crisis, John Vervaeke y compañía enumeran las características principales de los zombis desde un punto de vista semiológico, y en primer lugar destaca, evidentemente, que los zombis no hablan. En ese sentido, el mutismo de nuestro protagonista Sam lo iguala con los zombis durante casi todo el metraje de la película. Se diría que es capaz de renunciar al lenguaje con la misma despreocupación que ellos, pero tiene sus momentos de flaqueza; se niega a exterminar al zombi que ha quedado atrapado tras las rejas del ascensor para poder convertirlo en su «interlocutor» ocasional. No hay conversación, claro. Se trata de simples monólogos a los que el zombi asiste babeando. Porque el zombi es, fundamentalmente, un símbolo de la ininteligibilidad, de la ausencia de consciencia comunicable. Por eso, aunque los zombis son siempre gregarios, no constituyen grupos organizados, no hay verdadera cooperación entre ellos y no puede existir una cultura zombi.
Uno de los momentos más sorprendentes de esta película tiene lugar cuando Sam, tras varios días de contemplar unas calles extrañamente vacías desde el tejado del edificio, se pone a tocar la batería que encontró en uno de los pisos. Lo hace frente al balcón abierto, empleando toda su furia y gritando a pleno pulmón, porque su propósito es precisamente atraer la atención de los zombis y lograr que regresen como una horda enfebrecida a golpear los muros de su casa. ¿Qué le empuja a Sam a hacer algo así?
Decía Sartre que detestamos la mirada del otro porque fija nuestra esencia (quiénes somos, cuál es nuestro propósito) de manera equivocada, y cada vez que intentamos escapar solo caemos en la trampa de otra mirada errónea. La mirada del otro revela la distancia entre quienes somos y quienes querríamos ser, y nos hace sentirnos culpables por representar cada día un papel que no se corresponde con nuestra verdadera identidad. Ese es el infierno de los demás.
Pero la mirada del zombi tiene una gran ventaja, y es que confirma la existencia de Sam como puro objeto, sin cuestionar ni fijar su esencia (quién es Sam realmente), porque carece de inteligencia para hacerlo. Por eso resulta mucho más inofensiva e incluso placentera que la mirada de un ser humano vivo. Más aún: al comienzo de la película hemos visto cómo los seres humanos que poblaban la fiesta ni siquiera le dirigían la mirada a Sam, como si fuera invisible (hasta el punto de llegar a tropezarse con él). En esa no-mirada hay un infierno de desprecio sin límite. Los zombis, por el contrario, no apartan sus ojos y oídos tumefactos de Sam: le prestan toda su atención, aunque sea una atención descerebrada. Por eso los echa de menos cuando desaparecen de las calles, se emborracha para calmar su desconcertante sensación de abandono y trata con desprecio al zombi del ascensor, a modo de castigo por la marcha de los suyos.
Pero hay otra razón: la ausencia de zombis le obliga a tomar una decisión. Le pone ante el espejo: ¿quién eres tú cuando no eres el tipo que se protege de los zombis? Las calles desiertas le ofrecen una libertad que él no está todavía dispuesto a ejercer, porque sencillamente no sabe adónde ir. No sabe a qué otra cosa podría dedicar sus días si no tuviera que llenarlos con las tareas de defensa y aprovisionamiento.
Claro que eso no es del todo cierto; ahora sabemos que Sam posee un espíritu artístico. Y lo que ese espíritu reclama son unos ojos humanos —no le sirven los ojos del gato callejero, por el que Sam llega a arriesgar su vida, solo para constatar que el felino prefiere la compañía de los zombis—, incluso asumiendo el riesgo de que pretendan «fijar su esencia».
La joven que cayó del cielo
El último tercio de la película comienza con la llegada de una mujer joven en mitad de la noche. Su irrupción es tan inesperada, de hecho, que Sam la toma por un zombi y dispara a través de la puerta antes de verla, dejándola malherida. La joven se recupera, sin embargo; dice llamarse Sarah y desplazarse a través de la ciudad saltando de tejado en tejado, porque a los zombis «no se les dan bien las alturas».
Sarah se convierte así en la primera persona con la que Sam puede mantener una verdadera conversación, y no solo es capaz de apreciar el ritmo que él hace con los objetos de la casa, sino que se une a la canción, entonando una melodía que encaja como hubieran estado meses ensayando juntos.
Sam parece indudablemente más feliz con Sarah en casa. Y, sin embargo, las constantes alusiones de ella a la necesidad de moverse, de abandonar aquel escondite, generan cierta tensión e incomodidad entre ellos. Ella vaticina que los zombis terminarán venciendo las defensas, y propone salir en busca de algún lugar donde sea posible llevar otro tipo de vida, un «santuario». Y si no lo encuentran, al menos lo habrán intentado. Él responde negativamente, diciendo que «las calles están llenas de gente que lo ha intentado».
La inesperada llegada de Sarah y la ambivalencia de Sam respecto a ella tienen ecos de la que podría considerarse novela fundacional de este género, Soy leyenda, de Richard Matheson. El protagonista de la novela, Neville, acoge a la errante Ruth con entusiasmo, pero también ve en ella una amenaza para su nueva forma de vida. Y es que tanto Neville como Sam han encontrado un equilibrio, una plácida resignación en su estasis o estancamiento existencial.
Neville sabía que si ella estaba infectada trataría de curarla, fuese o no posible. ¿Pero y si no tenía el bacilo? De algún modo esta posibilidad era aún más enervante. En el primer caso todo seguiría como hasta ese entonces, sin abandonar esquemas y normas. Pero si la joven se quedaba, había que establecer una relación, ser quizá marido y mujer y tener hijos. Sí, eso era más terrible.
Es significativo que el disparo de Sam, cuando Sarah llega a su puerta, impacta directamente en el vientre de ella, como si el guionista quisiera borrar de entrada cualquier especulación sobre las posibilidades de descendencia de la pareja. Pero el desenlace de Sarah es todavía más siniestro que el de Ruth en Soy leyenda. Después de una discusión en la azotea, Sam intenta reconciliarse con Sarah y la busca por la casa... solo para descubrir su cadáver en estado descomposición. Comprende entonces que la mujer en realidad murió el primer día, a consecuencia del disparo. Todo lo demás ha sucedido solo en la imaginación de Sam; todas sus conversaciones y sus discusiones han sido un diálogo con su propia conciencia.
La joven ha muerto, pero su visita no ha sido estéril. Además de activar el debate interno de Sam con sus propios miedos y deseos, ha dejado una mochila con dos objetos que van a ser decisivos para él. El primero es una cámara, en cuya memoria aparecen fotografías de Sarah, radiante de felicidad, con su marido y sus dos niños pequeños. Después, en brutal contraste, imágenes de zombis ensangrentados por las calles. Y al fin, con un estremecedor parecido a los zombis, la imagen borrosa de Sam merodeando por el tejado de su edificio. Y aquí se produce un momento de revelación o anagnórisis: Sam se ve a sí mismo en aquella imagen —literalmente— fijada por los ojos de otro ser humano, y por primera vez comprende que aquella no es su esencia, que él no puede ser solo ese tipo que se atrinchera en un edificio, solitario, escuchando indefinidamente sus viejas grabaciones de la infancia. El segundo objeto crucial es un gancho arrojadizo, que, junto con varias cuerdas y un arnés, constituye el material de escalada que Sarah utilizaba para desplazarse por los tejados de la ciudad.
El futuro está ahí fuera
Otra de las características esenciales de los zombis que destaca Vervaeke es que no tienen casa. No hay una guarida o un ataúd al que regresen por la noche ni nada por el estilo. Simplemente vagabundean. Van a la deriva. Y en esto parecen ser lo opuesto de Sam, cuya vida está constreñida por los muros de un viejo edificio de París.
Pero la fotografía de Sarah le ha hecho reflexionar. Ni siquiera el edificio en el que Sam se ha fortificado es su verdadera casa; se trata de la casa del nuevo novio de Fanny, adonde él había acudido únicamente para recoger sus cintas. Es el último lugar del mundo que él consideraría su hogar. Es su infierno personal. Y permanecer allí solo se entiende como una especie de castigo autoinfigido, además de una muestra de cobardía para afrontar el futuro. Elegir tu casa significa lo mismo que elegir el tipo de vida que quieres llevar, de un modo muy literal; más metafórica es la idea de hacerlo saltando por los tejados, que podría significar tomar decisiones por motivos elevados o espirituales, sin dejarse llevar por las presiones que tienen lugar al nivel de la calle, o del puro instinto (porque, recordemos, a los zombis «no se les dan bien las alturas»).
Pero salir de la casa fortaleza supone arriesgar la vida. En la conversación (virtual) que Sarah y Sam mantuvieron en la azotea, ella terminó diciendo: «Vale la pena el riesgo». La paradoja es que la posibilidad de futuro se identifica con la posibilidad de morir. A diferencia de los zombis, que «tienen todo el tiempo del mundo, y nada mejor que hacer», Sam sabe que morirá algún día y sí tiene otras cosas mejores que hacer, precisamente porque es consciente de su tiempo limitado. Ponerse en movimiento significa arriesgarse a morir. Pero no hay futuro sin posibilidad de muerte. Por eso los zombis son eternos, pero carecen de futuro.
Los zombis tampoco guardan memoria de su pasado, a diferencia de Sam, que se recrea en los recuerdos de sus grabaciones. Cuando Sam comprende que debe avanzar, y dejar de ser el tipo de rostro borroso que aparece en la fotografía de Sarah, lo primero que hace es quemar sus cintas; dejar atrás su pasado. Al menos, la parte del pasado que lo mantiene aprisionado en un bucle autocontemplativo. Es revelador que el humo de estas cintas quemadas sea precisamente lo que activa la alarma antiincendios, que, estruendosa, enloquece a los zombis que asedian la casa hasta el punto de que consiguen echar abajo la puerta e irrumpir en su interior, precipitando la huida de Sam por el tejado.
Acabo de decir que los zombis no guardan memoria de su identidad pasada, pero esto no es exacto. Es habitual en estas películas que los zombis reconozcan vagamente el entorno por el que se movían cuando estaban vivos, y graviten hacia allí en una especie de inercia idiotizada. En La noche devora al mundo este chispazo de memoria se escenifica cuando Sam libera al zombi del ascensor y lo acompaña —aquí Sam demuestra que tenía razón al considerar inofensivo a su zombi confidente, pese a las advertencias de Sarah— hasta el piso donde el viejo médico solía vivir. Dado que este gesto se produce justo antes de la marcha de Sam, es inevitable verlo como una sustitución: de algún modo, Sam abandona a su antiguo yo en aquel lugar, encarnado en el zombi «domesticado».
Por fin, justo a tiempo para escapar de las garras zombis, Sam logra enganchar su cuerda en la azotea de enfrente y se arroja al vacío. Tras perder el sentido durante unos instantes, por culpa del violento golpe, consigue trepar hasta el tejado del otro edificio. Con la imagen de Sam allí arriba, rodeado por un horizonte infinito de tejados, termina la película.
El tiempo que pasa Sam en el edificio, experimentado como un presente absoluto e inacabable, concentrado en una rutina de tareas minuciosas e imprescindibles para su supervivencia (el extremo opuesto a la banalidad y la distracción que dominan nuestras actividades diarias, bajo el hechizo del smartphone), tiene cierta semejanza simbólica a un ejercicio de mindfulness —por usar la palabra fetiche de nuestro momento cultural— o de atención plena en el momento presente.
Quizá esto explique hasta cierto punto nuestra fascinación por las películas apocalípticas: tenemos un déficit de realidad. Vivimos en un mundo virtual e inofensivo, alimentando rutinas banales que solo multiplican nuestra adicción. Fantaseamos —paradójicamente o no— con lo Real, aunque sea con su cara más fea, babeante y de ojos nublados.
Nos fascina contemplar al individuo en situaciones límite, ver cómo funciona la mente humana ante el impacto extremo de la realidad; da igual que sea un avión estrellado en los Andes, una plaga de zombis, un espeleólogo con el brazo atrapado bajo una roca, o un tsunami devastador. Nuestros héroes son los que, en semejantes circunstancias, no desesperan.
Estupenda entrada. No he visto la peli. Apuntada. Son muchas las coincidencias con Matheson. Qué influyente fue ese libro, ¿verdad? Me ha hecho gracia que se llamen Sam y Sara (Samsara), como en Under the Silver Lake. Me encanta lo de "no hay futuro sin posibilidad de muerte".
No se me había ocurrido lo de Samsara, ¿tú crees que es premeditado? Mmm...