Es difícil no dejarse arrastrar por el poder de la controversia cuando una película se convierte en un fenómeno con reacciones polarizadas de amor y odio. ¿Qué produce tanta división? ¿Qué resulta tan fascinante para unos y tan detestable para otros?
Las expectativas juegan siempre un papel crucial. Sobre todo en casos como el de Longlegs (Oz Perkins, 2024), donde la campaña publicitaria previa al estreno ha generado un hype desmedido. ¿De verdad se trata de «la película más terrorífica de la década»? No hay título que sobreviva a una promesa semejante. Pero más allá de eslóganes y trucos de marketing, las expectativas de la audiencia vienen también condicionadas por las referencias que la colocan en determinadas coordenadas de género, a caballo entre el terror y el thriller policial, con El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) como modelo más inmediato.
Aquí no voy a intentar argumentar por qué Longlegs me parece una buena película. De hecho, voy a fijar mi atención en lo que aparentemente constituye su falla letal, la profunda grieta que está produciendo este seísmo en las reacciones del público.
(Muchos spoilers de aquí en adelante, como siempre)
Dos códigos para una explicación imposible
Es casi ridícula la cantidad de vídeos que ya se pueden encontrar en YouTube donde alguien disecciona meticulosamente cada una de las claves, referencias, pistas, lagunas o incongruencias argumentales de Longlegs y plantea su propia interpretación de la historia. Si bien todos los lectores y espectadores tenemos el instinto —la necesidad imperiosa, más bien— de buscar una lógica cerrada, una inteligibilidad que recorra de principio a fin cualquier relato que nos sea contado, quizá el género policial/detectivesco sea el que más alto eleve el listón de las exigencias de coherencia, causalidad y precisión narrativas. Porque, a fin de cuentas, toda investigación criminal tiene por objeto resolver un acertijo, disipar un misterio mediante la deducción y la aplicación de la razón (o mejor dicho, la aplicación de una violencia legítima guiada por la razón, ya que el propósito último es anular o reprimir una violencia ilícita). Y creo que es aquí donde se produce esa colisión fundamental entre dos códigos diferentes: la lógica racional de la intriga detectivesca vs. la lógica emocional e irracional del relato de horror. Y es al final de la historia, inevitablemente, donde las ficciones que culebrean entre los dos géneros deben apostar definitivamente por uno u otro lado.
Tal como yo lo entiendo, el género de horror trata de lo inevitable, de lo que no podemos escapar, o, lo que es lo mismo, de aquello que escapa a nuestro control. Y control es exactamente lo que buscan los agentes de la ley. El personaje de Lee Harker encarna sólidamente ese propósito de recuperar el control ante el caos y el sinsentido sembrados por un asesino en serie apodado Longlegs. Lee es una agente del FBI fuera de lo común, no solo intuitiva hasta el borde de la presciencia, sino sobre todo perspicaz; tanto que apenas tarda unos días en recomponer todo el rompecabezas de mensajes cifrados, fechas de cumpleaños y referencias bíblicas.
Pero en el último tramo de la película se produce un giro casi copernicano. Oz Perkins rompe de una patada toda la maquinaria deductiva que había simulado armar en la primera hora y nos arroja de cabeza al sinsentido del horror sobrenatural. Y digo «simulado» porque, en realidad, el guion nos llevaba tiempo advirtiendo de que este giro se iba a producir; más aún, de que ese giro ya estaba incluido en la historia desde el principio. Está presente en la atmósfera de pesadilla que impregna la película desde la escena de apertura, pero también en la intuición paranormal que muestra Lee con sus «corazonadas» —y que sus propios compañeros miran con recelo supersticioso—, y singularmente en ese momento-imagen en que ella une varias cifras inconexas con un rotulador para hacer aparecer un triángulo satánico (volveremos sobre esto). Es como si Perkins nos dijera: olvidaos de toda la palabrería policial anterior y quedaos con la idea de que aquí estamos tratando con el Diablo.
Se confirma que Longlegs ni siquiera es el verdadero asesino, sino un tipo estrafalario que se entrega a la policía (para dejarse morir y así paradójicamente vencer, de una forma que recuerda al John Doe de Seven) y que se dedicaba a escribir mensajes crípticos y a construir unas muñecas muy especiales. Muñecas diabólicas, según se explica en el enloquecido tramo final de la película, que la propia madre de Lee Harker introduce en las casas de las víctimas, haciéndose pasar por una obsequiosa monjita, y que tienen el poder de enloquecer a los padres de cada hogar, empujándolos a asesinar a todos los miembros de la familia y después cometer suicidio.
Más allá de que el asunto de las muñecas diabólicas aparezca en la película como surgido de una chistera, el principal problema narrativo es este: la mecánica sobrenatural que gira alrededor de las muñecas (habitadas por una esencia maligna en forma de esfera metálica) no sigue las mismas leyes lógicas que la investigación policial. No tiene sentido preguntarse por las motivaciones del Diablo y no sirve nuestra capacidad de deducción para entender su modus operandi. ¿Por qué muñecas y no cualquier otra cosa? ¿Por qué una esfera colocada dentro de sus cabezas? ¿Por qué el hechizo que producen es ese y no otro? En el desenlace de la película, Lee fracasa en su función como agente del FBI del mismo modo que los protagonistas de los cuentos de Lovecraft fracasaban como científicos y emisarios de la razón ante la aberración física y metafísica de las criaturas primigenias.
Ante una revelación sobrenatural, lo único que cabe es dejar de lado las preguntas, abrir los sentidos y contemplar cómo la función de horror se representa ante nosotros. Porque su significado no está en ningún otro lugar que en la misma emoción que nos suscita; con suerte, una emoción compartida por un montón de personas en la penumbra del cine, en una especie de trance colectivo.
Lo contrario de un padre
Juguemos a las interpretaciones, no obstante. Sabemos que el Diablo no tiene otra motivación que la de tentar y corromper a los hombres; dicho de otra forma, el Diablo no es más que un símbolo del mal, y por tanto la película —como todas las películas que incluyen su figura— nos debería estar hablando en realidad de otra cosa. Y creo que Longlegs lo hace de forma bastante explícita, desde la presentación de la pequeña Lee en la casa donde vive únicamente con su madre; esa casa aislada a la que «nadie va nunca a visitarlas». Hasta la llegada de Longlegs.
Ni siquiera hace falta recurrir a la biografía familiar de Osgood Perkins, basta con echar un vistazo a su filmografía para ver cómo la figura paterna —y más precisamente, su ausencia o suplantación— juega un papel esencial en sus ficciones: lo vemos tanto en su ópera prima, La enviada del mal (2015), como en Gretel y Hansel (2020) y en Longlegs.
Como apunta Fred Botting en su ensayo sobre el gótico Limits of horror, la ausencia de un orden paterno crea un vacío que puede ser fácilmente llenado por imágenes transgresoras, figuras alternativas de autoridad y poder, potencialmente aterradoras. No sabemos qué ha pasado con el padre de Lee, y quizá sea irrelevante. Pero a lo que asistimos en la primera escena de la película es, precisamente, a la aparición de la figura que viene a reemplazarlo, nada menos que el perturbado Longlegs.
Longlegs encarna la transgresión de tantas maneras que el personaje cae de lleno en lo grotesco. El tipo de terror que nos genera es social, primordiamente; es la clase de persona que nos haría cambiar de acera o de vagón de metro, un individuo más repulsivo que peligroso, un sumatorio de nuestras fobias sociales. Nos produce rechazo porque es abyecto, en el sentido de que emborrona las fronteras entre categorías: es un adulto que se comporta como un niño, es un hombre con pelo largo y maquillaje, con un rostro tan intervenido que ha perdido cualquier rasgo masculino o femenino, un solitario taciturno que sin embargo habla con voz histriónica y cantarina, un idiota y a la vez un experto en mensajes cifrados, un artesano genial y un titiritero loco. Su aparatoso suicidio en la sala de interrogatorios solo supone la culminación de sus actos grotescos y censurables; la repulsión que nos produce —moviéndonos a una risa nerviosa— es igual al miedo que tenemos de que nos salpique con su sangre enferma.
De la figura paterna se espera tradicionalmente que haga de representante de los valores de la sociedad dentro de la familia: orden, límites, normatividad. Longlegs personifica justo lo contrario. La figura carnavalesca de Longlegs es la inversión de todo lo que se espera de un padre. Y por eso no se instala a vivir en el piso superior, con la madre, sino en el sótano de la casa. El mayor hallazgo del guion llega —en mi opinón— con la revelación de que Longlegs ha vivido los últimos veinte años bajo los mismísimos pies de Lee, tal vez incluso conviviendo con ella, y solo gracias al hechizo de la muñeca ella nunca fue capaz de verlo o de fijarlo en su consciencia.
Este hechizo explica también el carácter frío y abstraído de Lee, que algunos han situado dentro del espectro autista (circunstancia que ya hemos visto en otras ocasiones; incluso hay quien ha acuñado el tropo del «superdetective ligeramente autista»). La paradoja de esta historia —y esto tampoco es una novedad, sino un arquetipo clásico— es que el viaje de búsqueda de Lee Harker, toda su «carrera» como agente del orden dedicada a localizar y neutralizar agentes del caos, termina donde empezó, en el interior de su propia cabeza y en el sótano de su casa familiar.
Por si había alguna duda de qué representa Longlegs para Lee, aunque sea de modo inconsciente, podemos recordar una escena del comienzo de la película: en la sesión de diapositivas a la que es sometida por los psicólogos del FBI, ella parece responder «Padre» justo en el momento en que se proyecta la imagen de un triángulo invertido.
Pero ¿qué implica para Ruth, la madre de Lee, el tener que acoger a esta figura diabólica en su casa, supuestamente como precio por salvar la vida de su hija? Implica aceptar la lógica desquiciada y satánica de Longlegs, acatar como normas los dictados de su locura. Y sin embargo, a juzgar por los flashbacks y la secuencia final, uno diría que Ruth cumple su misión con relativa anuencia, y que incluso encuentra cierta satisfacción —después de todo, someterse a la jerarquía del Diablo dota de alguna clase de orden y sentido a su vida solitaria— en realizar sus visitas con el regalo asesino.
A fin de cuentas, lo que hace la maldición de las muñecas es invertir la figura del padre protector en todas esas casas, transformándolos en asesinos. Y si pensamos en Longlegs como un simple símbolo del mal y de la tentación, ¿sería posible entender que quien comete todos los crímenes es realmente la madre, por simple resentimiento ante la insoportable visión de otras familias completas y felices?
Puede que esta interpretación tenga sentido. O puede que no. Y también puede que no importe en absoluto.
Contra la interpretación
Lo que Longlegs quiere transmitir por encima de tramas y simbologías, intuyo, es un cierto estado de ánimo. Uno profundamente oscuro. Lo podemos sentir en la mirada abismada de Maika Monroe —no demasiado alejada, por cierto, de la languidez melancólica de su personaje en It follows (David Robert Mitchell, 2014)— y en la textura de cada uno de los planos y sonidos de esta película.
Susan Sontag terminaba su ensayo Contra la interpretación proclamando que, en lugar de una hermenéutica, lo que necesitamos es una erótica del arte; recuperar la pura experiencia de ver, oír y sentir una obra (en este caso, una película), y alejarnos de la interpretación entendida como traducción («la obra dice X, pero en realidad significa Y»).
Para alguien que disfruta tantísimo como yo con las interpretaciones —hasta el punto de escribir un libro con Carlos Pitillas Salvá donde proponemos una interpretación de la ficción de horror en clave de psicología del trauma— lo que exige Sontag supone una renuncia bastante dolorosa, no lo puedo negar. De hecho, pienso desobedecerla. Porque encuentro un placer irresistible en la búsqueda de posibles lecturas y porque, maldita sea, este era el propósito fundamental de mi blog. Pero he de admitir que, en lo que se refiere a la experiencia de la recepción del arte, Sontag no puede tener más razón.
El problema de la emoción como medida de la calidad o del éxito de una obra es que, obviamente, se trata de una percepción subjetiva. No hay dos espectadores que reciban igual la misma película. Para unos, el personaje interpretado por Nicholas Cage resulta perturbador hasta un grado de horror; para otros es simplemente chusco y risible. Estoy bastante convencido de que Oz Perkins contaba con ambas reacciones y de algún modo las ha logrado incorporar a la mirada del narrador, haciendo que el espanto y lo ridículo armonicen en varios momentos de la película de una forma magistral.
Por supuesto, quien esperaba sentir solo terror, o quien esperaba encontrarse un thriller policial con un guion milimétricamente calculado como Seven o El silencio de los corderos tiene todo el derecho del mundo a sentirse defraudado. Y no hay ninguna interpretación que pueda corregir a posteriori una experiencia decepcionante.
El mayor peligro de las interpretaciones, en definitiva, es que pueden convertir las metáforas vivas en metáforas muertas. Una metáfora está viva cuando mantiene activo en la mente del lector/espectador un proceso de búsqueda de conexiones inesperadas, una ampliación insólita de significados. En el momento en que ese proceso se detiene y la imagen se solidifica en un significado único, acuñable y reproducible, la metáfora ha muerto, porque ha perdido toda su capacidad desequilibrante, todo su potencial.
Quizá existan distintos tipos de arte, uno más dirigido al hemisferio izquierdo —el que trocea, clasifica y analiza— y otro al hemisferio derecho —donde reina la metáfora y todo está conectado de una forma subrepticia—. (Esto de los hemisferios no hay que tomarlo en sentido literal, claro). O tal vez existen historias más parecidas a como experimentamos la vida despierta y otras más parecidas al modo narrativo de los sueños.
De una cosa estoy seguro: sin un núcleo de misterio que se escape de nuestra razón, no es posible construir ninguna buena obra de ficción.
Me parece un análisis increíble, y sin duda eres un maestro. Creo que a veces existe un cierto temor a juzgar si algo es bueno o malo, y ahora se escucha mucho en redes sociales frases como: "el mejor crítico es uno mismo" o "el arte es subjetivo". En mi opinión, todos los elementos de una película deben estar allí por una razón concreta relacionada con la historia, ya sea por su simbolismo, funcionalidad, intencionalidad, etc. Esta película me dejó la sensación de que hay ideas unidas de manera superficial, sin una reflexión profunda sobre ellas. Dudo que incluso el guionista pudiera explicarlas, y parecen haber sido incluidas por mero capricho: ¿Para qué las criptografías? ¿Para qué los poderes de la protagonista? Si me empeño en contestarlas con congeturas ¿no es señal de que algo falla? Faltan escenas, sobran otras, no se explican cosas importantes que deberían explicarse, mientras que se explican otras que no son realmente necesarias. El germen de la idea me gustó, pero creo que, estructurando mejor la historia, se podrían evitar las grandes fallas narrativas y las preguntas sin respuesta que generan un vacío de manual, haciendo que la historia se derrumbe, a pesar de la buena ambientación o esos tres o cuatro aciertos durante la película. Además, pienso cuanto más ves a Longless, más pierde su papel en la película. Esa escena con las maletas esperando el bus roza lo patético, el director tira el personaje a la basura, se rie de él, como el beso qfue cruza la cuarta pared. Repito, hablo desde la "sensación" que me produjo ver la película. Gracias por tu artículo, como dije, es un análisis brutal. :)
Gracias por la interesante reflexión sobre Longless y por el muy estimulante libro co-escrito con Pitillas,más que recomendable.
A mi el artefacto no me ha convencido. Me ha parecido impostado y prefabricado,con un exceso de fisuras en sus partes,mal hilvanadas,que ni siquiera la que para mi es una enorme virtud en el quehacer de Perkins,esa capacidad para generar imágenes y atmósferas insanas y enrarecidas consigue enhebrar/saturar.
No obstante es una película con variadas virtudes que has señalado y que,teniéndolas en cuenta,merecen un segundo visionado buscando un nueva mirada o enfoque.