Terror social: de escaleras y túneles
¿Es el terror un género idóneo para la crítica social?
Reconozco que no existe ningún debate alrededor de esta pregunta, porque para la inmensa mayoría de mis compañeros escritores —y apuesto a que la totalidad de críticos y académicos— la respuesta es clara: sí, por supuesto que el terror es un género adecuado para la crítica social. Para muchos autores, de hecho, el comentario político es uno de los propósitos fundamentales a la hora de abordar la escritura. Indiscutiblemente, siempre han existido grandes creadores de terror cuyo compromiso y cuyas inquietudes sociales se han manifestado de forma explícita en sus obras, al igual que sucede en cualquier otro género. Y cada vez es más habitual que la crítica cinematográfica también ponga su foco de atención sobre los aspectos sociales de determinadas producciones de horror; y no necesariamente en películas del llamado «terror elevado», sino en otras más abiertamente recreativas, como la celebrada Barbarian, de la que hablaré más abajo.
Mi respuesta al interrogante, a pesar de esta evidencia, es negativa. Creo que el terror es uno de los géneros menos apropiados para el ejercicio de la concienciación política; sus mecanismos no operan bien cuando se aplican a este objetivo, porque sencillamente esa función no está en su diseño, en su razón de ser. Admito que se trata de una intuición más que de un razonamiento sólido, pero voy a ver si consigo articularlo.
Mensaje y contexto
Toda ficción es social, en el sentido de que todas las historias tratan sobre seres humanos que se relacionan con otros seres humanos. Por tanto, no hay ningún desarrollo narrativo vacío de lectura política. La coexistencia de múltiples niveles de interpretación en cualquier relato, por otra parte, está fuera de duda. (Sabemos también que el orden de relevancia que un autor quiera dar a los niveles textuales de su obra no necesariamente va a coincidir con el del receptor, pero vamos a dejar eso de lado por ahora).
Para construir mi teoría sobre el terror quizá tenga que retroceder hasta el mecanismo básico que ponemos en marcha cuando leemos, o, dicho de otra forma, a lo que hace que una historia nos llame y mantenga nuestro interés hasta el final.
La única explicación para que una actividad tan exigente —en tiempo y en gasto de energía— como la creación y la comunicación de historias sea un rasgo universal a todas las culturas es que debe suponer algún tipo de ventaja adaptativa; o sea, que a través de la ficción recibimos un aprendizaje valioso sobre la vida. Más concretamente, sobre cuáles son las conductas óptimas para procurar nuestro bienestar y nuestra integración en la sociedad, que es nuestro nicho natural.
¿Significa eso que las historias no contienen información relevante sobre el mundo, más allá de las peripecias de los héroes? Claro que no. Pero la forma en que la ficción describe el mundo es siempre a través del comportamiento humano. Más concretamente, de las acciones de un sujeto determinado, un individuo hipotético al que llamamos protagonista. Leemos, en definitiva, para saber qué tal le va al protagonista. Otra forma de decirlo es que el protagonista nos importa en tanto que patrón de acción susceptible de ser imitado o evitado.
Aquí puede ser útil la distinción entre mensaje y contexto. Tal y como yo lo entiendo, el mensaje de una historia (en el sentido de aprendizaje) es determinado por las acciones del protagonista y sus consecuencias. El contexto, por el contrario, serían las circunstancias y las limitaciones que le vienen dadas al héroe; es decir, todo lo que no depende de él. Podemos asegurar que en toda historia, por definición, el contexto es adverso para el protagonista al menos en algún aspecto fundamental. De lo contrario, no hay conflicto ni hay historia. Así, la negatividad del escenario no aporta información narrativa, puesto que es un sine qua non, una condición necesaria del propio aparato ficcional. Denunciar que el villano de una historia es malvado sería lo mismo que denunciar la presencia de vallas en una carrera de vallas. Y si atendemos al propósito final de toda narración, resulta que los obstáculos en una historia no están ahí realmente para fastidiar al protagonista, sino para sacar lo mejor de él. El más temido antagonista es aquel que finalmente consigue extraer lo mejor del carácter y del ingenio del héroe y, en ese sentido, es su motor y su aliado (también el nuestro, como lectores ávidos de conflicto). Por tanto, señalar que el villano es malvado nunca puede ser la conclusión de una historia; no solo es una tautología, sino que es equivocarse completamente respecto a lo que significa su papel en la ficción, y respecto a cómo funciona el mecanismo de todas las historias y la razón por la que nos implicamos en ellas.
Del mérito y las consecuencias de las decisiones del héroe (el concepto de sacrificio recoge bastante bien esa suma de decisión + acción + consecuencias) es de donde se desprende el mensaje de una historia. Por eso podemos decir que, en toda historia, la moral que está bajo escrutinio no es la del villano (corrupto por definición) sino la del héroe.
A modo de ejemplo, esta es una de las razones por las que el relato La lotería de Shirley Jackson nos resulta tan desasosegante: porque el comportamiento ético de nuestra protagonista, Tessie Hutchinson, se revela tan deplorable como el del resto de sus conciudadanos, o incluso más (puesto que ella está perfectamente de acuerdo con la brutalidad de la lotería hasta el momento en que le toca la papeleta marcada).
Existe un riesgo en pensar que el villano/monstruo es —como encarnación de la negatividad del contexto— malo por definición, y sería creer que, inversamente, el héroe es bueno por definición. Pero eso solo ocurre en la mala ficción y en los cuentos infantiles. El protagonista es libre por definición; es decir, debe tener la capacidad de obrar bien y de obrar mal, aunque sea dentro de unos límites impuestos o unos condicionamientos psicológicos, porque de lo contrario su comportamiento carece de cualquier interés para nosotros. Ese libre albedrío del protagonista es esencial en la ficción del mismo modo que en nuestra vida real: nos quedaríamos paralizados si no creyésemos que nuestras acciones y decisiones tienen algún efecto positivo o negativo en el transcurso de nuestra vida (probablemente, de esta sensación de falta de agencia surgen muchos estados depresivos).
Salir del hoyo
Teniendo esto en cuenta, desde nuestra ficción podemos emitir un mensaje político de tipo emancipatorio, por ejemplo, si el protagonista de nuestra historia emprende acciones arriesgadas contra un determinado sistema corrupto y obtiene algún tipo de victoria. Incluso si el resultado de su rebeldía no parece claro —supongamos que es ajusticiado finalmente por la autoridad—, la posibilidad de que su comportamiento se convierta en referente o modelo para una futura generación podría considerarse un triunfo latente (de hecho, en esto consiste precisamente el relato mesiánico). Si su fracaso es completo y todas las consecuencias de su iniciativa son desastrosas, desde una perspectiva puramente política podríamos decir que emitimos un mensaje contrarrevolucionario: la lucha no vale la pena, es preferible la conformidad.
También podemos emitir un mensaje de resistencia heroica si presentamos a un protagonista que se empeña en hacer pequeños gestos de humanidad o justicia en medio de una situación infernal, como, por ejemplo, Schindler en la película de Spielberg. ¿Muestra La lista de Schindler los horrores del Tercer Reich? Sin duda; el nazismo en toda su crudeza es el contexto necesario de la historia. ¿Hay algún mensaje en la mera descripción del nazismo? No. El mensaje proviene de las decisiones personales que, en semejantes circunstancias, tomó un individuo llamado Oskar Schindler.
Dice Flannery O’Connor que toda su ficción trata sobre personajes que se transitan un territorio dominado por el demonio y que de pronto se encuentran ante la posibilidad de un momento de gracia. Si no nos gusta la palabra gracia, podríamos llamarlo kairós o simplemente oportunidad. Consiste en la facultad (o la lucidez, o la valentía) del protagonista para tomar la decisión correcta en el momento correcto.
Aunque creo que esta premisa se aplica en esencia a toda clase de ficción, está claro que hay géneros en los que el contexto adquiere preeminencia sobre las acciones individuales. La ciencia ficción, por ejemplo, se caracteriza por especular sobre modos de organización social futuros o alternativos, y autores de inquietud social como José Saramago plantean a menudo sus obras como retratos colectivos o descripción de grandes movimientos humanos.
Tomemos una película de ciencia ficción (aunque limítrofe con el horror) como El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia). El sistema carcelario que se nos presenta es horriblemente sádico e inhumano; esa es la premisa inicial, la situación de partida del protagonista, y por tanto ahí no cabe ningún aprendizaje. El espíritu de la película se torna político cuando Goreng y su compañero Baharat se ponen como objetivo llegar hasta el último nivel para desde allí emitir —literalmente— un mensaje a la Administración, simbolizado primero en la panna cotta intacta y después en la niña, claros iconos de la esperanza en el futuro de la humanidad.
En esta situación extrema de confinamiento se confirma, mejor que en ninguna otra, la necesidad de libre albedrío de la que hablaba antes. Nos interesa el comportamiento moral del protagonista dentro del estrecho margen de libertad que le deja el sistema. Si no hubiera absolutamente ningún espacio para la acción moral, tampoco habría historia (por ejemplo, si el protagonista en ningún momento compartiera celda con otra persona y no pudiera saltar de un nivel a otro).
Barbarian
La diferencia del terror con respecto a otros géneros de acentuada mirada social es que aquí la justicia no juega ningún papel. Tal como yo lo entiendo, el terror no trata sobre lo injusto, sino sobre lo inevitable, lo Real con mayúsculas, aquello que no podemos dominar sino que nos gobierna a nosotros: la decrepitud, el paso del tiempo, la muerte, la pulsión sexual, los errores del pasado... La pregunta no es quién es el malo para luchar contra él y vencerle, sino cómo me enfrento con lo inevitable, cómo afronto las cosas que no puedo cambiar. Lo que representa el monstruo no es a la muerte en sí, por ejemplo (porque en ese caso no cabría victoria alguna), sino a mi parálisis, mi temor cerval ante la idea de la muerte; de ahí que la superación del miedo y el gesto de encararse con el asesino constituyen siempre el clímax de las películas de horror, independientemente de cuál sea después la suerte del/la protagonista.
No enteramente por casualidad, en el último año han coincidido al menos tres películas de terror que giran sobre el mismo tropo narrativo de «mujer encerrada en un sótano o cuarto secreto y sometida a algún tipo de violencia física o sexual»: Barbarian (Zach Gregger), No tengas miedo (Cobweb, Samuel Bodin) y Hermana Muerte (Paco Plaza). Digo que no es del todo casual la sincronía, porque evidentemente hay una sensibilidad en nuestro momento cultural que demanda hablar sobre la sensación de atrapamiento y violencia sexual que han experimentado históricamente y siguen sufriendo las mujeres. La necesidad de exponer y denunciar estos abusos forma parte de nuestra estructura de sentimiento en 2023, por usar un término metamoderno, y es inevitable que esto se traslade a todas las expresiones artísticas.
Me voy a centrar en Barbarian, una película de terror más que notable por varios motivos: la singular estructura en dos partes, la espiral descendente de giros hacia el infierno, la tensión que no flaquea, la interpretación, etc. En mi opinión, la película da lo mejor de sí en las primeras escenas, donde la protagonista se encuentra con un inquilino inesperado en su casa reservada por Airbnb, y debe decidir entre buscar otro alojamiento en mitad de la noche lluviosa o arriesgarse a compartir techo con un completo desconocido. El diálogo que se produce entre Tess (Georgina Campbell) y Keith (Bill Skasgård) no solo crea un suspense sutil pero muy enervante, sino que además propicia una reflexión certera sobre cómo las expectativas y los miedos ante un encuentro fortuito son muy distintos para un hombre y para una mujer. Menos sutil es el modo en que, más adelante, se nos explica el origen de la mujer monstruosa —la Madre— que habita en los túneles bajo la casa, y cómo adquiere a su vez la condición de víctima, a los ojos de Tess, dado que su existencia y su deformidad son fruto de una aberrante relación de esclavitud a manos de un tal Frank, ahora convertido en un viejo enfermo y demente. Si a eso sumamos que el segundo protagonista masculino, AJ, es un actor de Hollywood presuntuoso y con aparente incapacidad para diferenciar una relación consentida de otra abusiva (por lo que consecuentemente es señalado, en la ola del MeeToo), se comprende por qué hay críticos que han hablado de terror feminista e incluso titulan: «Barbarian y el Horror del Privilegio Masculino».
Pero, en línea con mi argumentación, diría que a lo que se enfrenta Tess —lo que encarna la monstruosa Madre— no es realmente el Privilegio Masculino (cuya demolición cultural queda fuera de su alcance), sino más bien sus propios condicionamientos e inseguridades, tal como revela en su conversación inicial con Keith. Y si aplicamos la mirada de Flannery O’Connor, podemos ver con precisión cuándo se manifiesta el momento de gracia para Tess en su inmersión en los dominios del demonio: después de lograr escapar de la casa por la ventana del sótano, con la ayuda del sintecho Andre, y tras un frustrante encuentro con dos policías —aquí las notas de machismo y racismo son verosímiles, pero simple aderezo: en el género de terror, la autoridad competente es siempre inútil ante la manifestación de lo Real—, decide regresar a las escaleras y al interior de los túneles para intentar rescatar al odioso AJ, con quien no le une ningún vínculo. Paga el precio de su altruismo cuando recibe un disparo del propio AJ, pero con esfuerzo logran escapar juntos de la casa, si bien por poco tiempo. Después de todo el trance final, Tess ha demostrado su capacidad de vencer sus propios miedos y de abrazar casi literalmente al monstruo (en sintonía con la tendencia del género que Carlos Pitillas y yo identificamos en Soy lo que me persigue). En términos psicológicos, podríamos decir que el desafío del protagonista de terror no consiste tanto en destruir a la Cosa, lo que resulta imposible, como en devolverla al terreno de lo simbólico, insertarla en un nuevo orden de sentido que le permita tratar con ella.
Decía Carol J. Clover que el cine de terror «trafica con algunas de las tensiones sociales más básicas de nuestra época», y me parece muy acertada esta expresión. Barbarian trafica con las tensiones patriarcales y de violencia sexual, por decirlo así, pero eso no modifica el interrogante central que captura nuestra atención: ¿se está comportando la protagonista de la manera adecuada? Sería una torpeza entender esta pregunta como una culpabilización de la víctima. La capacidad de agencia y de asumir la responsabilidad de su suerte es justo lo que cualifica a un personaje como protagonista de cualquier historia.
Por otra parte, sería problemático sintetizar un mensaje político en Barbarian ateniéndonos al comportamiento de los protagonistas y a las consecuencias que sufren, ya que los dos varones presentados se comportan de modo opuesto (Keith es impecablemente correcto, AJ es un completo gilipollas) y sin embargo ambos terminan ajusticiados con idéntica brutalidad por la Madre.
A modo de conclusión (aunque sin concluir nada, porque todo este razonamiento no es más que un work in progress dentro de mi cabeza): en toda ficción, las tensiones sociales forman parte del contexto en el que se desarrolla la acción, pero la moral que está sometida a escrutinio no es la del antagonista, sino la del héroe. De sus decisiones, y no de la descripción más o menos siniestra del escenario, dependerá qué clase de mensaje produce nuestra historia. En la medida en que el protagonista de terror no se enfrenta a una injusticia, sino a lo inevitable, y por tanto su odisea discurre en el terreno de la superación de miedos y la aceptación, resulta muy difícil que de sus acciones se extraiga un aprendizaje de orden político. Bien es cierto que en narraciones fronterizas con la ciencia ficción, como El hoyo, sí encontramos más facilidad para hacer lecturas en esta clave.
Un artículo sublime, y coincido plenamente con tu exposición sobre la crítica social en el terror. Tampoco me parece el medio. Me gustaría compartir mi humilde opinión sobre Barbarian con vosotros. Me pareció una película muy disfrutable; la primera parte maneja la tensión de manera excelente, y ese "esto podría pasarme a mí" es precisamente lo que más miedo me provoca. La atmósfera es un 10, sin duda. Sin embargo, la segunda parte me pareció más cercana a la narrativa de un cuento (lo cual no es algo malo). Creo, y subrayo que es solo mi opinión, que últimamente en el cine hay una tendencia abusiva a mostrar la cosa, al monstruo, a la abominación... como una especie de traca final efectista, ruidosa y llena de colores estridentes que ciegan al espectador, como en Smile, por ejemplo. Mostrar "el muñeco" a mí me transmite la idea de que "esto no podría pasarme" en la mayoría de los casos. En contadas ocasiones, esto funciona bien (para mí), como cuando Jonathan Harker conoce al Conde, cuando Ripley se enfrenta al alienígena... Pienso que esto se debe a un intento de equilibrar, y ahí el oficio y el arte, lo real con un elemento fantástico. A veces mostrar ese "muñeco" no siempre logra el efecto deseado. Por ejemplo, Smile no me funcionó en absoluto, porque al final, esa revelación física, esa tangibilidad, para mí es recurrir a lo obvio, a lo que apela a los cinco sentidos, a la cucarracha que hay que pisar. Personalmente, prefiero el mundo de las sutilezas, aquello que se mantiene en la sombra, lo no evidente, solo enseñar las patitas. En Barbarian, me parecía más terrible el violador que ella misma. Bueno, simplemente quería compartir mi reseña con vosotros. De nuevo, Ismael, tu newsletter es de lo mejor que he leído en este formato. ¡Enhorabuena! Deberías reunir todos estos "ensayos-críticas" te sigo leyendo.