El terror es fetichista. Y no solo por la continua presencia de objetos mágicos o malignos en sus historias, sino fetichista en su misma esencia, como dispositivo de representación simbólica y manipulación de nuestros peores miedos. En definitiva, hacemos películas y escribimos libros de terror para poder pensar en la muerte y en las cosas más espantosamente reales, inevitables e innombrables, desde una distancia de seguridad.
Además, películas como El mono (Oz Perkins, 2025), Háblame (Michael y Danny Philippou, 2022) y Nunca te sueltes (Alexandre Aja, 2024) llevan el objeto-fetiche más allá de la pura iconografía promocional (el cartel de una película es otra forma de fetiche) y lo convierten en pieza central de su mecanismo narrativo, donde ausencias y traumas se materializan en objetos y engranajes que vienen acompañados por unas singulares instrucciones de uso.
(Este artículo contiene spoilers, como siempre)
El mecanismo invisible
El fetiche, en su sentido más amplio (dejemos descansar a Freud por un rato), podría definirse como un objeto manufacturado, modificado o desplazado intencionalmente de su lugar o su función originales, que ocupa el centro o es pieza clave de algún ritual destinado a obtener el favor de ciertas fuerzas invisibles. Porque todo ritual presupone que existe una estructura oculta en el universo, un mecanismo que conecta el devenir de todos los acontecimientos y que no responde a la causalidad de las leyes físicas sino a una voluntad misteriosa, natural, divina o numinosa. Su funcionamiento está más allá de nuestra capacidad de percepción y de entendimiento, pero existen personas iniciadas (chamanes, sacerdotes, brujas) que supuestamente conocen formas de comunicarse con esas fuerzas a través de rituales y objetos sagrados, ya sea para solicitar su benevolencia o para someterlas a su deseo. El éxito de estos rituales —en el sentido de la eficacia simbólica de la que hablaba Lévi-Strauss— depende, evidentemente, de que creamos en ellos.
Y todos creemos, hasta cierto punto. Todos tenemos fetiches y manías supersticiosas que nos proporcionan una irracional sensación de control sobre nuestra suerte; todos somos hasta cierto punto susceptibles de sufrir apofenia —percepción ilusoria de conexiones y patrones en sucesos aleatorios— y a nadie le resulta ajena la experiencia del juego como una realidad paralela, desgajada del espacio y el tiempo ordinarios, falsa y cierta sin contradicción, donde rigen unas reglas y una causalidad diferentes. La ficción no deja de ser un juego más, en ese sentido. Por eso nuestros protagonistas, enfrentados a lo prodigioso y lo imposible, terminan invariablemente por dar su brazo a torcer y aceptar la normalidad alternativa. En palabras de Carol J. Clover, la narrativa de lo oculto nos cuenta siempre un proceso de conversión del protagonista, que debe abandonar sus creencias en la Ciencia Blanca y abrazar la fe en la Magia Negra. El escéptico debe hacerse creyente, antes o después, si quiere tener alguna opción de triunfo ante la amenaza sobrenatural.
Pero la característica distintiva de los fetiches del terror es su naturaleza ambivalente y, en último término, traicionera. Son sagrados y a la vez malditos. Son una puerta que se abre en dos direcciones: nos permite intervenir en el mundo de las fuerzas ocultas, pero permite también que esas entidades irrumpan en nuestro mundo. Tal como dice Eugene Thacker al hablar del círculo mágico, el mismo ritual que nos protege de las fuerzas malignas sirve también para invocarlas, es nuestra salvaguarda y es nuestra condena.
Otra forma de decirlo sería que la protección que nos prometen es falsa, y de hecho funciona como un cebo letal. Las «reglas de uso del fetiche» que supuestamente garantizan nuestra seguridad —en El mono, quien gira la llave está a salvo; en Háblame, los trances son inocuos si duran menos de noventa segundos; el Nunca te sueltes, los demonios no te pueden coger mientras te mantengas atado a las cuerdas— son una pura trampa. Su función narrativa es, de hecho, ser incumplidas. La historia no avanza realmente hasta que el protagonista comete la transgresión requerida.
Entonces, ¿cuál es el poder que nos atrae del fetiche, el cebo que nos hace caer en su trampa? No hay duda: su capacidad de devolvernos control o agencia simbólica sobre cosas que escapan a nuestra agencia real. Por eso es crucial su cualidad manipulable: que podamos tocar el fetiche, accionarlo, usarlo físicamente. En todos los rituales religiosos, el tacto sirve para salvar la distancia insalvable con lo sagrado y lo sublime: besar una reliquia, tocar la Kaaba, pasar las cuentas del rosario... Incluso el acto de juntar las palmas de las manos parece ya conectarnos con el otro lado y permitir que nuestras oraciones sean atendidas. La ficción de terror —por muy terror psicológico que sea— tiene siempre un escenario obligatorio que está en la fisicidad pura de los objetos, las superficies, las pieles, las manos.
El mono
La dimensión religiosa (si bien herética, nigromante, heterodoxa) del fetiche terrorífico se reconoce en el altar que el personaje de Bill erige al mono de juguete en la película de Oz Perkins. En esencia, esta es la historia de dos hermanos que afrontan los golpes del destino —el abandono del padre y la muerte de la madre— de formas opuestas: mientras que Hal decide huir eternamente del trauma, eludiendo todas las potenciales calamidades —y por eso se niega a asumir la responsabilidad de la paternidad—, Bill dedica su vida a contemplar e idolatrar su propio miedo, a recrearse y apropiarse fanáticamente de él, en un autocastigo infinito. La frase anterior sería una forma perfectamente válida de resumir la película sin mencionar al mono. Pero es que el mono no es nada, sino precisamente la representación de un vacío de sentido; una representación paradójica, porque señala el vacío —ese abismo inerte que se percibe en los ojos del muñeco— al mismo tiempo que lo oculta con un sustituto. El fetiche es una materialización en forma de herramienta de aquello que se resiste a la formulación verbal y la conceptualización racional: el mono de juguete no tiene nombre ni habla, no emite mensajes, existe únicamente para ser tocado y accionado. Pero Bill y Hal no giran la llave del mecanismo para que el mono asesine a nadie (cosa que hace siempre de forma indirecta, aparentemente casual y muy grotesca), sino para que pelee en lugar de ellos la batalla existencial contra el miedo, contra la certeza de la muerte y contra la falta de sentido. En definitiva, lo que el fetiche simboliza es su incapacidad para asumir el vértigo de estar vivos. Porque la moraleja de la película es que el simple hecho de vivir ya supone girar la llave: hagamos lo que hagamos, la muerte estará siempre esperándonos detrás de una esquina, nunca sabremos cuál; y no solo a nosotros, sino —más dolorosamente aún— a nuestras personas más queridas. Sin excepción. Y ante eso, ¿cuál es la actitud adecuada?
La respuesta nos la ofrece Perkins por boca de Lois, la madre de los hermanos. Recién salidos de un funeral, los dos niños comen helado junto a su madre, sentados al pie de un árbol, y entonces, mientras les atusa el pelo cariñosamente, ella suelta:
Todo el mundo muere, y así es la vida. Yo moriré, y vosotros moriréis, y todos vuestros amigos y sus padres y todas sus mascotas y todo el mundo. Algunos de nosotros pacíficamente, en nuestro sueño, y otros de nosotros horriblemente, violentamente, atados con la cuerda de la ropa, gritando a través de cinta adhesiva sobre nuestras bocas... Al diablo con todo eso, vamos a bailar.
Perkins nos dice, en conclusión, que la muerte no admite huidas (Hal) ni negociaciones en forma de idolatría (Bill); solo queda la aceptación. Cargar con ella. Por eso me parece tan perfecta la imagen final de la película, con Hal y su hijo dentro del coche, atravesando el caos, y el mono sentado en el asiento trasero, adoptado como un pasajero más que siempre los acompañará, pero que ya no les impedirá seguir adelante. [La aparición de la muerte en ese instante, montada a caballo en su avatar-cliché del Apocalipsis, me resulta tan molesta e innecesaria como un doble subrayado. Por otra parte, la sutileza no es lo que caracteriza a esta película, quizá la más disparatada y menos interesante de Perkins hasta el momento].
Lois, por cierto, tiene algo en común con la madre de Nunca te sueltes, y es su relación con la música: para las dos mujeres, en contextos muy distintos, el momento de poner un disco y cantar o bailar a su ritmo se convierte en un acto liberador, un instante extático de celebración de la vida y derrota del miedo.
Quién puede matar a un perro
En la película de Ajá, la madre interpretada por Halle Berry —que simplemente responde al nombre de Mamá— vive con sus dos hijos pequeños, Nolan y Samuel, en una casa de madera en mitad de un bosque frondoso. Según ella les ha contado desde que nacieron, una fuerza sobrenatural —el Mal— se ha extendido por todo el planeta, contaminando y exterminando al resto de la humanidad. Solo quedan ellos. Y deben tener cuidado, porque el Mal acecha entre los árboles —no tiene una forma definida y es engañoso, les cuenta, porque cambia de piel como una serpiente—, y basta con que les toque un segundo para poseerlos. La casa, construida por los padres de ella, tiene una cualidad sagrada o apotropaica: funciona como santuario donde el Mal no puede alcanzarlos; únicamente pueden salir de ella sin miedo a ser tocados, y adentrarse en el bosque para cazar y recolectar, cuando llevan atadas a la cintura unas cuerdas que los conectan con los cimientos de la casa, a la manera de un cordón umbilical protector.
Aquí podemos ver la cualidad protésica del fetiche, como artefacto que sirve de protección, sustitución o prolongación del propio cuerpo. La madre tiene tanto miedo —un trauma heredado de sus padres— a lo que le pueda suceder a sus hijos en el mundo exterior, que convierte la casa en un útero-prisión. Las cuerdas no solo funcionan en este sentido simbólico, sino que determinan visual y narrativamente el desarrollo de la película, porque delimitan el escenario y las acciones de los personajes. Desde el momento en que leemos el título de la película —Nunca te sueltes— sabemos que en algún momento, seguro, alguno de los personajes se soltará, porque esa es exactamente la condición para que avance la historia. Todas estas ficciones coinciden en demostrar que el sometimiento a las reglas del fetiche no es sostenible en el tiempo ni otorga verdadero sosiego al alma. La historia de El mono arranca precisamente cuando Hal comprende que no puede seguir huyendo por siempre, y que tiene que recuperar el juguete diabólico de manos de Bill para proteger a su hijo. En Nunca te sueltes, la insostenibilidad del «orden» de las cuerdas llega por dos frentes: en el plano físico, se están quedando sin alimentos y necesitan ampliar su perímetro de búsqueda o buscar otras clases de alimento; en el plano psicológico, uno de los hijos —Nolan— empieza a dudar de la existencia del Mal, y por consiguiente de todo lo que les cuenta su madre, después de soltarse accidentalmente de la cuerda y no sufrir el ataque de ninguna criatura.
Hasta aquí he omitido un elemento que podría ser anecdótico, pero que ocupa un lugar central en la historia: el perro de la familia. En la escena más dramática de la película, y la que empuja los acontecimientos hacia el acto final, Mamá anuncia que deben sacrificar a su querida mascota para no morir de hambre. Nolan —quien tiene un vínculo especial con el animal— no está dispuesto a permitirlo, y cuando la madre se lleva al perro al invernadero para matarlo, el chico decide cortar la cuerda de ella con un machete, para después dejarla encerrada allí. No solo busca salvar así al perro, sino que pretende demostrar a su madre que el Mal no existe. La secuencia tiene un desenlace espantoso porque la mujer, asediada por las criaturas que solo ella ve, decide suicidarse. Pero curiosamente —o no— lo más insoportable de este trance para muchos espectadores parece ser el amago de sacrificio del perro (Aja tuvo buen cuidado de mostrar al final que el perro sobrevivía), según se aprecia en los comentarios y valoraciones del film. Sería interesante preguntarse de dónde surge el tabú que hace intolerable la representación de la violencia sobre nuestros animales más queridos, como si no se les aplicara el mismo mecanismo de ficción que a las personas.
Pide un deseo
El fetiche es un objeto liminal, un lugar de contacto entre dos mundos y una puerta que se abre en ambas direcciones, como hemos dicho. Al comienzo de Háblame se nos explica que las sesiones de espiritismo con la mano-fetiche deben atenerse a un procedimiento y a una duración precisos, o de lo contrario los espíritus invocados podrían «querer quedarse». Dado que los muertos poseen el cuerpo del voluntario que se entrega al juego, este quedarse implica también que su consciencia permanece para siempre atrapada en el otro lado, cosa que le sucede primero al joven Riley y después a la protagonista, Mia. Como en todas las ficciones de terror que tienen como base la reemergencia traumática, quedarse atrapado en el otro lado representa aquí el hundimiento absoluto en el trauma, el fracaso en su superación; en este caso, el aparente suicidio de la madre de Mia (de un modo no muy diferente, por cierto, al trauma de la protagonista de Smile, de Parker Finn).
A diferencia de la legendaria lámpara de Aladino, los objetos que conceden deseos en la ficción de horror —ya sea la Caja de Lemarchand en Hellraiser o la pata de mono en el relato de Jacobs— no están dispuestos a ser generosos sin obtener algo importante a cambio. Y nunca, absolutamente nunca, el negocio habrá valido la pena. Porque son una trampa. Porque no están allí para ponerle las cosas fáciles al protagonista, como podría parecer, sino todo lo contrario: conducirle exactamente ante el rostro más negro de sus miedos. En Háblame, Mia desearía encontrarse con su madre y preguntarle por qué se quitó la vida, ¿es que acaso no la quería? Y la mano se lo concede —o simula hacerlo—, pero al precio más alto que cabe imaginar: no solo morir, lo que podría otorgarle a Mia alguna paz, sino despertar como un alma eternamente condenada y consciente de su dolor.
El origen de la mano es tan incierto como el de todos los fetiches. La pista de quién la creó, o con qué motivo, casi siempre se ha perdido o está nublada por datos contradictorios. Y esto es así porque otra característica esencial del fetiche es que nunca puede ser completamente descifrado, explicado, traducido a palabras o a una lógica racional. Nos basta con las instrucciones básicas de uso, porque su función es precisamente permitirnos interactuar con el misterio de forma directa, con las manos, con el ritual, sin pasar por el lenguaje y la razón.
El fetiche, hoy más que nunca, tiene el atractivo de lo analógico. Los objetos físicos, hechos de materia real, ofrecen resistencia a la licuefacción continua de nuestro mundo, cada vez más virtual y digital. El fetiche se niega a ser codificado en ceros y unos, es tozudamente una cosa que no se conforma con ser vista, necesita ser tocada.
¿Podríamos considerar al teléfono móvil como el objeto fetiche máximo de nuestros tiempos? A fin de cuentas está en el centro de todos los «rituales» de nuestra vida cotidiana, nos abre a otros mundos y también se ha convertido en una prótesis de nuestro cuerpo y nuestra mente. La respuesta es: no, un teléfono móvil no es un fetiche en la medida en que pueda ser sustituido por cualquier otro con las mismas funciones, sin que notemos las diferencias. Otra cosa es que se trate de El teléfono móvil del señor Harrigan del cuento de Stephen King, por ejemplo, donde el aparato adquiere una cualidad única por lo que simboliza entre el protagonista y la figura paternal de Harrigan, quien sigue comunicándose con él y «ayudándolo» desde su iPhone en el fondo de la tumba.
Por tanto, una característica imprescindible de los fetiches es que son únicos. Son irreemplazables. No cabe imaginar fetiches producidos en serie.
Un Plymouth Fury de 1958
Y esto me lleva al comienzo de una de mis películas favoritas, Christine (1983). John Carpenter y su guionista modificaron la historia original de Stephen King en un aspecto fundamental: mientras que, en la novela, el Plymouth era un coche como cualquier otro hasta que lo poseía el espíritu del desequilibrado George LeBay, la película comienza con una línea de montaje donde Christine ya destaca por su color rojo, para de inmediato mostrar su maldad aplastando la mano de un operario con el capó, y a continuación acabando con la vida de otro empleado que había dejado cenizas en su tapicería. Es decir, Carpenter redujo el papel «intoxicador» de LeBay y presentó a Christine como un coche malvado desde su mismo origen. Creo que esto concuerda con la distinta manera de entender el destino y lo terrible por parte de los dos creadores. La narrativa de King es esencialmente humanista y moral, en el sentido de que todo lo bueno y lo malo que ocurre es siempre responsabilidad de las personas —y ahí entra la culpa, motor primordial de mucha ficción de horror—, e incluso en los momentos más oscuros siempre cabe la esperanza de que alguien tome la decisión correcta y aporte algo de luz y sentido a la desgracia (It, Apocalipsis, La zona muerta...), mientras que el horror en las películas de Carpenter es incausado, se presenta por sí mismo, sin ajustarse a merecimientos ni responsabilidades, y es completamente opaco a los comportamientos más o menos virtuosos, lo que resulta en relatos ásperos y desesperanzados, casi nihilistas (The Thing).
Christine es quizá el mejor ejemplo para entender el fetiche como una prótesis, una extensión o un sustituto de cierto aspecto fallido de la persona, y en este caso no hay más remedio que interpretarlo también de forma sexual: Christine dota del vigor masculino más burdo —la capacidad de seducción y de ejercer violencia— a un Arnie que hasta entonces había sido objeto de bullying por parte de otros chicos del instituto y de ninguneo por parte de las chicas. Gracias al coche, Arnie consigue nada menos que arrebatarle la novia a la estrella del equipo de fútbol, Dennis, que hasta ese momento era su mejor (y casi único) amigo. La relación entre Arnie y Leigh, sin embargo, se revelará como un triángulo trágico ante los celos de Christine hacia la chica, a quien trata de asesinar. Obligado a elegir entre el coche o la chica, Arnie no duda. Pero cuidado: el amor de Arnie por Christine es puramente narcisista; el coche mágico le devuelve la imagen del Arnie que aspira a ser. Y que nunca podrá ser, por cierto. Porque de eso trata la ficción de terror: de las cosas que no pueden cambiarse. Y por eso las victorias en este tipo de historias son siempre temporales: Christine regresará, antes o después, igual que el mono, igual que Pennywise, igual que Jason Voorhees, igual que Candyman, igual que...
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Muy bueno 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?