El género de terror tiene cierta debilidad por los clásicos malditos: películas que fracasan más o menos estrepitosamente en su estreno, casi siempre por resultar demasiado oscuras para la sensibilidad mainstream del momento, pero se quedan rondando en la conciencia colectiva hasta que, con el tiempo, son elevadas a un pedestal de culto. Sin duda El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987) forma parte de ese selecto grupo de redivivos. Diría más: pocos discuten ya que se trata de una de las mejores películas de terror de los ochenta.
(Spoiler Alert: como siempre, mejor ver la película antes de leer este artículo)
La historia del detective Harry Angel y su cliente Louis Cypher nació a finales de los setenta de la imaginación del escritor William Hjortsberg, quien en su novela Falling Angel tuvo la audacia de cruzar dos relatos arquetípicos: el del héroe que descubre ser el asesino que anda buscando, como Edipo en la obra de Sófocles; y el pacto fáustico de Goethe, pero tomando elementos de la leyenda del guitarrista Robert Johnson (quien, según dice la cultura popular, hizo un trato con el diablo en un cruce de caminos).
Salvación o condena
La película suele ser catalogada, por razones obvias, como una mezcla de neo-noir y terror psicológico, pero también podríamos situarla dentro de un subgénero denominado ficción soteriológica: historias que tratan sobre la salvación o la perdición del alma, y en las que el desenlace acostumbra a llegar en forma de una estremecedora revelación sobre el propio protagonista, como en El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) y La escalera de Jacob (Adrian Lyne, 1990).
Más allá de la mediación del príncipe de las tinieblas (quien no siempre adopta una apariencia terrorífica), las narraciones de pacto con el diablo tienen una característica fundamental que las hace gravitar hacia el género de horror: me refiero a la inevitabilidad o la imposibilidad de escape. En el mismo instante en que el protagonista firma el contrato con Lucifer, su destino está sellado; por algo la palabra condena tiene su origen etimológico en con deuda. Si a esto le añadimos la trama del detective que se busca a sí mismo, tenemos la representación narrativa perfecta de un círculo del infierno.
La única salvación o liberación posible para estos personajes condenados consiste, pues, en conocer la verdad sobre ellos mismos, integrar todos los fragmentos incoherentes de su pasado en un relato que a menos tenga sentido. Porque su memoria, tras una vida de constante autoengaño, está siempre atravesada de agujeros. Elipsis, amnesias, delirios.
Rellenar huecos biográficos y desenmascarar mentirosos es exactamente el tipo de trabajo que hace un investigador privado. La trama de la película nos sitúa en el Nueva York de 1955, donde el detective de medio pelo Harry Angel (Mickey Rourke) recibe el encargo de buscar a un exitoso cantante llamado Johnny Favourite, quien desapareció sin dejar rastro después de la guerra, para frustración de su socio, el atildado señor Cypher (Robert de Niro), con el que tiene un importante compromiso pendiente.
Según averiguamos, Favourite regresó del frente en estado vegetativo y con el rostro deshecho. Pero tan pronto como mejoró, ciertos amigos de la alta sociedad lo sacaron de allí y lo dejaron en medio de Times Square, completamente amnésico, con la documentación de otra persona. Allí se perdió oficialmente la pista de Johnny Liebling (su nombre real), incluso para él mismo. Pero ¿por qué alguien iba a hacer semejante cosa a un lisiado de guerra? Como descubre Angel, aquellas personas sabían muy bien qué clase de pacto había firmado Johnny: se trata de la siniestra y bella Margaret Krusemark (Charlotte Rampling) y de su padre Ethan (Stocker Fontelieu), miembros insignes de una secta ocultista.
Dos fenómenos inquietantes comienzan a producirse durante la investigación de Angel. Para empezar, todas las personas que tuvieron relación con Favourite, y con las que el detective logra hablar, aparecen inexplicablemente asesinadas. Además, unas extrañas visiones de pesadilla comienzan a asediar a un Angel cada vez más vapuleado (literalmente, por los matones de Krusemark) y confuso.
De la nieve al sudor
Poco antes de la mitad de la película, la investigación obliga a nuestro protagonista a coger un tren y plantarse en la ciudad sureña de Nueva Orleans; sin duda, este es uno de los cambios más acertados introducidos por Alan Parker en la historia original. Las calles de Nueva York, con su nieve sucia y el vapor de las alcantarillas, son reemplazadas por el calor sofocante de Louisiana, las bandas de músicos y bailarines callejeros, los animales (perros y gallinas juegan un papel crucial), los omnipresentes ventiladores y la sensualidad encarnada en múltiples formas.
Lo obvio sería ver este paso del frío al calor como un anticipo de los fuegos del infierno, pero podemos entenderlo también de otra manera: la respuesta al enigma sobre la identidad de Johnny y Harry no se esconde en las altas esferas de la civilización (es decir, no se resuelve con una investigación puramente deductiva, racional), sino en la realidad más mundana de los cuerpos (es decir, con una búsqueda guiada por la intuición, la piel y los sentidos).
Además de charlar con un viejo guitarrista de blues llamado Toots Sweet y de visitar la consulta astrológica de Margaret Krusemark, nuestro detective establece contacto con Epiphany Proudfoot (Lisa Bonet), una joven que ejerce de mambo en una comunidad vudú, e hija de una amante secreta de Johnny Favourite. Es justo después de haberse acostado con ella —en una salvaje escena que exigió un rápido recorte para librarse de la clasificación X—, cuando Harry accede a las dramáticas revelaciones finales. Ethan Krusemark le explica cómo su hija y él ayudaron a Johnny a burlar al diablo mediante un rito que habían descubierto «en una vieja escritura», y para el que necesitaban a una víctima humana. Secuestraron a un pobre soldado en mitad de la celebración de año nuevo de 1943 y lo asesinaron en un sangriento ritual, en el que Johnny se comió el corazón todavía palpitante del soldado, con el propósito de asumir su identidad. ¿Habría bastado con esto para engañar al diablo? No lo sabemos, porque aquí es donde la fortuna entra en juego —complicando la trama hasta un punto casi incomprensible—, ya que las heridas de guerra sufridas posteriormente por Johnny, incluida la reconstrucción de su rostro y su amnesia total, fueron por completo casuales; es decir, no formaban parte del plan.
El momento de anagnórisis o reconocimiento llega justo después de la conversación con Krusemark, cuando Harry regresa a la consulta de Margaret (que, como era de esperar, aparece asesinada) y encuentra en un bote de cerámica las placas de identificación del soldado sacrificado. Por supuesto, el nombre del recluta es Harold Angel.
«Sé quién soy»
La pirueta narrativa de las heridas de guerra y la amnesia sobrevenida puede parecer un artificio innecesario, además de confuso, pero de hecho es crucial. Y enlaza con la aparente incongruencia de la premisa inicial: ¿para qué se molesta Lucifer en contratar a Harry y ponerle tras la pista de Johnny Favourite si desde el principio sabe que son la misma persona? Es decir, ¿por qué no se cobra su deuda directamente en el primer encuentro? La respuesta es clara: no basta con que Cypher conozca la verdad sobre Harry para poder reclamar su alma; es imprescindible que la descubra él mismo, que se reconozca. El espejo fracturado que aparece en uno de los momentos finales de la película constituye apenas una metáfora: dentro del rostro del protagonista conviven a trompicones los recuerdos del taimado Johnny Liebling y del desventurado soldado Harry Angel. El hallazgo, por otra parte, implica también que Harry es el responsable de todos los asesinatos, incluido el de Epiphany, su propia hija, con la que además ha mantenido relaciones incestuosas.
En el encuentro final de Harry con Cypher, el demonio se jacta de haber sido quien guiaba su mano en los asesinatos, pero simultáneamente se nos da a entender que las muertes han sido obra de la personalidad malvada de Johnny, tomando posesión del cuerpo y desalojando del puesto de mando al bueno de Harry. La lógica de todo esto solo encaja si aceptamos la siguiente paradoja: Lucifer busca y al mismo tiempo es Johnny Favourite, al igual que le sucede al propio Harry. La dualidad ángel/demonio es explícita en los nombres de Angel/Favourite (Lucifer era el ángel favorito de Dios) y en el carácter de ambos personajes: Harry se presenta como un tipo simpático, querido por sus vecinos, de carisma natural y sin ambiciones egoístas, mientras que todo lo que descubrimos de Johnny apunta en la dirección contraria. La frase «soy de Brooklyn» que repite Harry a lo largo de la película equivale a «soy un tipo como cualquier otro», a diferencia de las pretensiones de estrellato y distinción de Johnny.
Dicho con otras palabras: Harry, Johnny y Cypher son una sola persona. O podríamos plantearlo así: el personaje de Cypher es un símbolo, una encarnación de la mala conciencia de Favourite/Angel, despertando de su amnesia. Por eso el grito «¡Sé quién soy!» de Harry, cuando descubre las placas, está tan cargado de lucidez como de sufrimiento. La cita que Cypher pronuncia justo entonces pertenece al adivino Tiresias en Edipo Rey: «Qué terrible es la sabiduría que no trae ningún beneficio al sabio» (Por cierto: a diferencia de Hjorstberg y Parker, Sófocles no tiene ningún interés por construir un whodunit y nos hace un espóiler en las primeras páginas, cuando el adivino anuncia a Edipo que él mismo es el asesino que anda buscando, aunque este se niegue a creerlo). Una frase idéntica bien podría haber surgido de la boca de Dios, en la narración bíblica de la expulsión del Edén, cuando la transgresión de Adán y Eva solo les ha traído el conocimiento de su condición mortal y pecadora. Y, sin embargo, después de escucharla Harry vuelve a proclamar, con una dignidad rabiosa, casi triunfal: «¡Sé quién soy!».
¿Pero quién es, en realidad? Quizá debamos retroceder hasta el principio, y preguntarnos qué significa un pacto con el diablo, si lo reducimos al puro mecanismo psicológico. Un contrato fáustico es un ante todo un atajo; significa que no quieres sacrificar lo que se requiere para alcanzar determinado objetivo y prefieres hacer trampas, a menudo a costa del sacrificio ajeno. Pactar con el mismo Lucifer representa que estás dispuesto a todo para obtener éxito. Y el «alma» que vendes es tu propia conciencia, por supuesto. ¿Quién es el recluta/detective Harry Angel en esta historia? Es la víctima sacrificial (al igual que las gallinas en los ritos de vudú; de ahí que el protagonista les «tenga manía», quizá porque le recuerdan su propia condición). ¿Y cuál es la característica esencial de todas las víctimas sacrificiales? Su inocencia. Devorando su corazón, Johnny quiere apropiarse de la inocencia de Angel, borrar su vínculo con el Maligno, pero no lo consigue, porque su conciencia sigue atormentándolo. Por eso es necesario que intervenga la amnesia, que en la película está representada por la mujer enlutada que borra las huellas de todos los crímenes. La amnesia es una pretensión de irresponsabilidad, una imitación de inocencia, una farsa, en definitiva, y por eso me parece tan acertado que la mujer al final resulte tener el rostro de un Robert DeNiro afeitado y travestido. No hay escapatoria, viene a decirnos. No hay modo de borrar nuestras propias huellas y conservar la cordura, porque la única identidad que tenemos está grabada en ellas.
Teoría del punto impropio
Alan Parker reconoció en una entrevista que ni él mismo terminaba de comprender algunos aspectos de la trama de El corazón del ángel. Algunos le criticaron por poner su talento al servicio de la pura estética y el efectismo, un reproche que no puede ser más errado, pero luego volveré sobre esto. La cuestión es que, efectivamente, existe un punto ciego en el relato, una zona neblinosa de incongruencias o flecos que no pueden atarse de ninguna manera. Pero ¿es esto un problema?
Como ya vimos al hablar de Longlegs, una de las características propias del terror es la persistencia de un núcleo de sinrazón o misterio irresoluble. En esto se distingue cualitativamente del thriller policial, donde la respuesta a todas las incógnitas parece un deber irrenunciable. Por eso El corazón del ángel, al igual que la película de Perkins, son films que arrancan de un planteamiento híbrido pero terminan decantándose inexorablemente por el lado del terror. Llevando esta idea un paso más allá, creo que la existencia de vacíos lógicos no solo no puede considerarse una debilidad en este tipo de ficciones, sino que más bien se trata de una condición necesaria para lograr un efecto verdaderamente perturbador. Es a través de esas fallas en la consistencia y la causalidad, de esos desajustes o huecos inaccesibles para la razón, por donde estas historias logran inocularnos su vértigo más letal.
Y no hay vértigo posible si la historia carece de relieve, de alturas y abismos. Si pensamos en una pintura, para que la obra adquiera relieve o profundidad es imprescindible que el pintor introduzca la perspectiva mediante un punto de fuga. Es el punto en el que van a converger todas las líneas paralelas de la obra, y solo parece situarse en ocasiones dentro del cuadro, porque realmente permanece oculto en el infinito: lo que se denomina un punto impropio.
Toda ficción se refiere a algo externo y es incompleta en sí misma; toda historia debe servirse de patrones conocidos pero también fijar su punto de fuga en la novedad, en lo desconocido, en el «caos resplandeciente bajo el velo del orden», por usar la frase de Novalis. Sin ese punto de fuga no hay perspectiva, no existe profundidad narrativa. En la ficción de horror, ese punto impropio está anclado en el algún lugar del inconsciente del autor, y, si la obra tiene verdadero calado, también en el inconsciente colectivo, esa zona desconocida pero al mismo tiempo intuida, reconocible para todos los que compartimos la frágil condición humana en un momento dado de la historia.
El guion de El corazón del ángel está atravesado de agujeros en forma de elipsis, analepsis y delirios. A través de ellos nos alcanza la niebla de lo oculto, como el humo que asciende de las alcantarillas de Nueva York. Creo que los propios autores de terror no sabemos de dónde proviene esa bruma, cuando escribimos, pero contamos con encontrarla, porque significa que estamos perforando en el lugar adecuado. Como dice Flannery O’Connor (sí, otra vez ella), el autor no está obligado a comprender, sino más bien a creer en ese punto anclado en la oscuridad de su obra:
[El escritor] está buscando una imagen que conecte o encarne dos puntos: uno está arraigado en lo concreto; el otro es invisible a simple vista, pero el escritor cree firmemente en él, tan innegablemente real como el punto que todo el mundo ve.
En cuanto el escritor «aprende a escribir», en cuanto sabe lo que va a encontrar y descubre una forma de decir lo que sabía desde el principio [...] está acabado. Si un escritor es bueno, lo que haga tendrá su origen en un ámbito mucho más amplio de lo que su mente consciente puede abarcar, y la sorpresa siempre será mayor para él de lo que jamás podrá ser para su lector.
Por otro lado, puesto que las historias de terror trabajan con material irracional, creo nunca encuentran su mejor interpretación en el análisis posterior (y aquí estoy por darle la razón a Susan Sontag), sino en la misma experiencia del visionado (o de lectura, aunque las características del acto de lectura son muy diferentes, puesto que necesariamente median las estructuras lógicas del lenguaje).
Dicho con otras palabras: estamos mucho más cerca de saber de qué va la película cuando la estamos viendo/absorbiendo con nuestros sentidos y nuestras emociones en crudo, que en cualquier reflexión posterior (como las que yo hago aquí, por ejemplo); esa lucidez de la experiencia no llega a pesar de las grietas lógicas sino precisamente gracias a esas rasgaduras, a esos puntos de fuga hacia el misterio.
Lo profundo está en la superficie
No puede haber crítica más torpe que censurar a Parker por su preocupación estética; como dice el aforismo de Hofmannsthal, la profundidad de un poema siempre debe esconderse... en la superficie. Porque la estética no es algo superficial, en el sentido de banal o superfluo. La estética modifica el contenido, altera los significados. En el arte que no se interpreta en vivo —como un concierto o una representación teatral—, el autor actúa sobre nosotros a través de la forma de la obra, mucho más que a través del contenido. En ausencia del evento, el efecto del trance debe suscitarse por la belleza o la capacidad evocadora del texto, o de las imágenes y la música, si se trata de una película.
En el caso del terror, el propósito (o, mejor, el prodigio) fundamental de la estética es aumentar el calado del misterio, hechizar o adormecer a la razón para que no bloquee con sus preguntas y su incredulidad la experiencia extática del relato. Acercarnos a lo numinoso. Por eso, quizá más que otros géneros, se exige una voluntad o un compromiso estético del autor desde el primer párrafo/minuto, una actitud o un deseo de hacer terror, en el sentido de perturbar o generar un desasosiego intenso, situado en el centro del texto. No se puede hacer una obra de terror por casualidad o por error. Creo que eso que denominamos «atmósfera» va más allá de la suma de elementos formales; es una cualidad emergente en las obras hechas con una voluntad estética sincera.
La ironía postmoderna no está presente en El corazón del ángel. Parker es capaz de jugar con los códigos explícitos del género negro y de terror, incluso de hacer que los protagonistas bromeen sobre la obviedad del nombre Louis Cypher en su última escena —la naturaleza diabólica del personaje de De Niro es evidente para nosotros desde su aparición, no así para Harry— sin romper la cuarta pared ni el pacto de sinceridad con el espectador. No es solo mérito de Parker. En gran medida, que la película funcione y mantenga su pulso de verosimilitud se debe a la interpretación de Mickey Rourke, tal vez la mejor de su carrera. Mientras que en 1987 De Niro ya era un actor consagrado y no tenía nada que demostrar —le basta con sentarse y decir sus líneas, o pelar cuidadosamente la cáscara de un huevo cocido, para que su aura natural nos hipnotice— Mickey Rourke debía validar su recién adquirida categoría de estrella y exhibir su talento dramático. Su carisma de granuja con rostro aniñado y su intensidad trágica (singularmente en el trance final) dan cuerpo y alma a un Harry Angel inolvidable. Lo cierto es que el reparto completo de la película parece bendecido por un magnetismo especial. Todos transmiten un cierto tipo de sensualidad que, justamente, parece conectar la superficie de lo carnal con los abismos del espíritu: cada gesto de Lisa Bonet mientras se lava el pelo, la mirada gélida de Charlotte Rampling... Incluso el actor que interpreta a Toots Sweet (Brownie McGhee) era un auténtico guitarrista de blues, y esa autenticidad se traslada a sus escenas.
Pero si un elemento estético destaca por encima de todos en El corazón del ángel es sin duda su banda sonora. La combinación de los teclados ominosos (con resonancias litúrgicas, más infernales que celestiales) de Trevor Jones y el saxofón de Courtney Pine captura a la perfección la dualidad que atraviesa la película entre ángeles y demonios, entre género negro y terrorífico. La BSO llegó a publicarse con fragmentos de diálogos, y es fascinante comprobar cómo, cerrando los ojos y escuchando el disco, la atmósfera y las sensaciones de la película reviven en nuestra cabeza casi íntegramente. El trance está allí. El vértigo del punto impropio está allí, atrapado en el hechizo de melodías oscuras y voces que buscan respuestas imposibles.
Pues tendré que revisarla. Cundo la vi en su día me pareció innecesariamente complicada y bastante tramposa. Eso sí, Alan Parker filma ventiladores girando como nadie.