Ver La sustancia (Coralie Fargeat, 2024) en una sala de cine llena de público desprevenido es una experiencia fantástica. Lo que brota de las gargantas a lo largo de sus 141 minutos, y sobre todo en la secuencia final, es una sucesión de sonidos bastardos entre la risa, el grito y la palabrota.
Tal vez el terror y el humor trabajan con tensiones muy similares, al fin y al cabo. Escuché decir al director Jordan Peele —quizá bromeando, quizá no— que la única diferencia entre el horror y la comedia está en la música. Pero no se trata realmente de la música, claro; ni de la atmósfera, ni del mensaje (podríamos decir que su película Get Out y su sketch de los zombies racistas abordan el mismo asunto), sino sobre todo del tipo de distensión que ofrecen los dos modos narrativos; una distensión que llega por la risa en la comedia y por el grito en el horror. En ambos casos se trata de una llamada de alerta para el resto de la comunidad: mirad lo que sucede ahí, alguien está en peligro o alguien está haciendo el ridículo (que es otra forma de peligro).
Cuando el alma cae en el cuerpo
En su fascinante ensayo sobre la risa, Henri Bergson argumentó que el efecto cómico procede de un tipo de relación especial entre la materia y la vida, entre el cuerpo y el alma. Nos reímos de situaciones en las que, donde esperaríamos encontrar vida (lo orgánico, el cambio, la creatividad, la adaptabilidad), encontramos en cambio materia (lo mecánico, la inercia, la repetición, el estancamiento, la rigidez). Nos parece cómico el espectáculo del cuerpo imponiéndose al alma, de la vida reducida a su cualidad de simple materia, simple mecanismo. Pero ¿no funciona la ficción de horror de una manera análoga?
Quizá no haya mejor ejemplo para ilustrar la borrosa frontera entre los dos géneros que la última película de Fargeat, un rotundo e inesperado éxito del body horror más ochentero en clave de sátira. En ella, Demi Moore interpreta a Elisabeth Sparkle, una ex estrella de Hollywood que lleva años presentando un estereotipado programa de aerobic. Su productor (Dennis Quaid, reducido en su primera escena a la terrorífica/cómica materialidad de una boca devoradora) considera que Elisabeth se ha hecho demasiado mayor y decide despedirla sin contemplaciones, con el propósito de buscar a una sustituta veinteañera que devuelva el esplendor a su show. Es entonces cuando Elisabeth conoce la existencia de la sustancia, un producto inyectable que promete transformarla en una versión «más joven, más hermosa, más perfecta» de sí misma. Con una plasticidad propia de los films de Stuart Gordon o David Cronenberg, asistimos al alumbramiento de una bellísima joven por la espalda de la propia Elisabeth, en lo que se instaurará como un ritual cíclico, de tal manera que las dos mujeres cobrarán vida alternativamente cada semana, ateniéndose a unas reglas y unos procedimientos muy estrictos.
Como era previsible, el avatar joven de la protagonista (Sue, interpretada por Margaret Qualley) se hace inmediatamente con el puesto al frente del renovado programa de aerobic; todo perfecto, puesto que así cumple Elisabeth su fantasía rejuvenecedora, y en definitiva son la misma persona («You are one» es el mantra que le repiten los misteriosos facilitadores de la sustancia). El problema es que, como sucede con cualquier droga, Sue no tarda en engancharse y reclamar más tiempo para su intensa actividad semanal; así, comienza a retrasar los cambios, con desastrosas consecuencias para el cuerpo de la Elisabeth original, que se precipita en un proceso degenerativo hasta culminar en una criatura aberrante.
Si aplicamos a esta película la oposición materia/vida, tal como la describe Bergson, descubrimos algo sorprendente: quien representa la vida en esta historia es la Elisabeth mayor, la que envejece y degenera, mientras que la Sue veinteañera se dedica a repetir idénticamente, día tras día, los movimientos de su programa de aerobic, y esto la identifica con lo mecánico, con la pura materia. El personaje de Moore desea resistirse al cambio, quiere estancarse en la juventud, congelarse en la imagen del cartel publicitario alzado ante su ventana, y eso es lo que intenta hacer a través de Sue; pero ocurre que no se puede detener el tiempo, y la imparable transformación de la vida sigue adelante sobre el cuerpo de Elisabeth.
Bergson:
La vida es el progreso continuo de un ser que envejece sin cesar, lo cual es tanto como decir que nunca vuelve atrás y que no se repite nunca (...) Cambio continuo de aspecto, irreversibilidad de los fenómenos, perfecta individualidad, estas son las características exteriores que distinguen a lo viviente de lo meramente mecánico.
Y esto sería casi tanto como decir que el monstruo de Elisabeth tiene alma, porque se transforma y sufre, al contrario que el cuerpo idealizado y robótico de Sue. Metafísicas aparte, lo más espeluznante de La sustancia no es que Elisabeth quiera ser joven a cualquier precio, sino que quiera serlo para repetir infinitamente la rutina de su vida como presentadora de un programa de aerobic...
Espejito, espejito
Fargeat hace una crítica social irrebatible, pero de un trazo muy grueso: vivimos inmersos en el capitalismo de la imagen y el espectáculo, donde nuestro cuerpo —singularmente el cuerpo de la mujer— es un producto más de consumo y deshecho. El programa de aerobic ejemplificaría a la perfección cómo esta sociedad produce cuerpos con un único molde, igual que una fábrica, en oposición a la diversidad infinita e irrepetible de la vida orgánica.
La monstruosidad, en tanto que anormalidad, viene determinada siempre por la mirada de los otros. Y en La sustancia, la mirada, el poder y el apetito depredador de los hombres están obviamente encarnados en la figura de Harvey, el productor. Sería un error, sin embargo, explicar a Elisabeth únicamente como una víctima inocente del sistema. A lo largo de su carrera, ella se ha identificado tanto con esa mirada del público —en un caso extremo de lo que René Girard llamaba deseo mimético— que ha sacrificado todos los demás aspectos de su vida para satisfacerla; y ahora, como la Reina Malvada de Blancanieves, se encuentra ante un espejo que la señala como una mujer mayor, ya no tan hermosa, y completamente sola. No es casual el aspecto de bruja contrahecha y nariguda que adquiere Elisabeth —también como resultado de una pócima— cuando decide eliminar a su joven competidora en una violenta y fatigosa lucha, antes del gran final.
Incluso en la última secuencia, cuando los dos versiones ya se han fusionado en una criatura de pesadilla, Elisabeth-Sue acude al gran show con el ánimo de satisfacer esa mirada del público. Podríamos pensar que lo hace distraídamente (otro de los rasgos característicos de un personaje cómico, según Bergson), pero el hecho de que se proteja el rostro con una fotografía de Elisabeth joven demuestra al menos cierto grado de consciencia y una intención en su comparecencia. ¿Qué consigue la criatura al subir al escenario por última vez? Conscientemente o no, lo que hace es «atravesar la fantasía» —por usar el término de Žižek— del espectáculo y presentar a sus ávidos espectadores la realidad de lo que producen sus miradas.
Se trata por tanto de un acto subversivo. Pero ¿podemos ver ahí el germen de algo nuevo? ¿El inicio de una revolución de algún tipo?
En Capitalismo: una historia de terror, Jon Greenaway defiende la existencia de un aspecto utópico olvidado dentro del género gótico y de terror, el cual, según dice, se caracteriza por proponer «una recuperación del pasado en la que lo monstruoso y lo sobrenatural se reactivan en un movimiento hacia el futuro». Me interesan varias de las ideas que arroja Greenaway en su ensayo, como que el monstruo es un presagio de las crisis de las categorías, y que «el horror corporal no solo explora la contingencia y fragilidad del cuerpo, sino también su potencialidad radical y extraña». Sin embargo, dudo mucho que en la mayoría de las ficciones de horror el monstruo «señale el camino hacia un mundo mejor», o que sea «un tipo de subjetividad totalmente nuevo que (siempre) ha luchado por emerger».
En mi opinión, el monstruo no nos revela lo que la sociedad podría ser, sino lo que es de verdad, en el fondo, ahora mismo. El monstruo de La sustancia surge del sueño de la razón de la industria cosmética —con permiso de Goya— y llega a la verdad a través de la hipérbole y de lo grotesco. En defensa de la literatura grotesca, Flannery O’Connor decía: «Esta literatura será salvaje, será violenta y cómica casi por necesidad, por las oposiciones que intenta reunir». Vida y materia, alma y cuerpo, misterio y maneras, realidad y fantasía.
Es cierto que la ficción de terror más psicológica narra cómo lo monstruoso —en tanto que síntoma— puede ser superado, admitido o incorporado, abriendo la posibilidad de un futuro para los protagonistas; pero, en tanto que pura materia sublevada, el monstruo no es «un ser en devenir» sino un ser en desintegración, condenado a autodestruirse o desaparecer, ya sea diluido sobre una estrella del walk of fame de Hollywood, como Elisabeth, o perdido en las brumas árticas, como la criatura de Frankenstein. Y más vale que sea así, salvo que contemplemos como una perspectiva utópica la de un mundo dominado por la cosa de la película de Carpenter, por los trífidos de Wyndham, o por cualquiera de monstruos que efectivamente plantean un modelo de «cambio» para el futuro de la humanidad.
Centro de autogestión vertical
Materia sublevada son también los presos del hoyo en las dos películas de Galder Gaztelu-Urrutia. Porque, al menos para la Administración del complejo, no hay verdadera diferencia entre la comida de la bandeja y la carne los reclusos; son perfectamente intercambiables, como demuestran los constantes brotes de canibalismo. Biopolítica y deshumanización en estado puro. Como era de prever, a Greenaway le entusiasmó El Hoyo (2019), a la que encuadra sin vacilar dentro del género de terror (yo tengo mis dudas), y señala que su sistema carcelario está diseñado como una ingeniosa «máquina destructora de la conciencia de clase». Más aún, podría decirse que el mecanismo aleatorio de cambios de nivel exige la invención de una conciencia de clase hipotética, declarativa: cuando yo esté arriba no me aprovecharé de mis privilegios. La realidad de lo que sucede en el presidio, sin embargo, no habla muy bien de la naturaleza humana: invariablemente, los de arriba terminan robando la comida a los de abajo. Greenaway plantea que la película ofrece una salida en forma de revolución liderada por Goreng, quien, si bien parece terminar en el inframundo de los muertos, ha logrado enviar exitosamente el mensaje de esperanza a través de la niña superviviente.
Mucho me temo que El Hoyo 2 (2024) no le guste tanto a Greenaway como la primera película. Quizás, precisamente, porque Gaztelu-Urrutia comete el error de tomarse demasiado en serio el mensaje político de su historia, y lo hace explícito en un guion muy discursivo, para finalmente concluir que no existe ninguna revolución viable o que no desemboque en la barbarie sangrienta, y que la batalla solo se puede ganar en el terreno de la superación del trauma personal. Además, la arriesgada jugada narrativa de hacer coincidir los finales de ambas películas produce más efecto de estancamiento que de rima, y nos transmite la idea de que por muchos mensajes que envíen a la Administración todo permanecerá igual, en un bucle infinito y sin salida. No hay progreso, no hay futuro, no hay utopía posible. Lo único a lo que agarrarnos —parecen decirnos los guionistas con el inesperado beso final entre los protagonistas de ambas películas— es a la inmortalidad del amor y (quizá) la familia.
Pero más allá del tipo de salvación final que ofrezca la historia, la premisa del hoyo comparte la misma idea de fondo que la serie cinematográfica de La Purga, según explica Greenaway: «El Estado capitalista funciona como conductor e instigador de una especie de violencia hobbesiana por la que los explotados se ven obligados a valerse por sí mismos». No han pasado más que unos pocos días, por cierto, desde que esta sensación de súbito desamparo —de pérdida de fe en un Estado que o bien no existe o bien no quiere atender nuestras plegarias— se vivió en el mundo real, como queda reflejado en el estremecedor testimonio del escritor Santiago Posteguillo tras la catastrófica DANA de Valencia, y en donde justamente utiliza La Purga como ejemplo ilustrativo del horror real.
Lo contrario de un fantasma
Cuando la materia monstruosa se hace presente, el fantasma se desvanece.
En el comienzo de La sustancia, el espectro de su juventud perdida asedia a Elisabeth igual que un fantasma (lo vemos todo el tiempo como una presencia muda y quieta en la gran fotografía que preside el salón). Pero este espectro del pasado, si bien «encanta» la mente de Elisabeth y le genera dolor, se presta a una negociación emocional, a una remodelación o reformulación de la propia historia que eventualmente podría hacerla soportable —tal como elucubra Josh Toth en su estudio sobre Beloved de Toni Morrison—. En el momento en que el espectro se hace carne a través de Sue, sin embargo, esa maleabilidad del pasado desaparece. Sue es la osificación del fantasma de la juventud perdida de Elisabeth, y su presencia comporta la detención del tiempo en un presente infinito, y por tanto la imposibilidad de futuro.
Los zombis son otro ejemplo perfecto. A pesar de la bienintencionada mirada de Greenaway sobre las películas de George A. Romero, si algo representa el zombi es precisamente la negación del futuro. El estancamiento, la repetición mecánica y la mente distraída para siempre. Todo esto unido al hecho de que sus movimientos son perfectamente imitables (otra marca de lo cómico según Bergson), explica por qué la figura del zombi está tan cerca del horror como del humor en la cultura popular.
Y, sin embargo, el propio subgénero de la ficción zombi quizá todavía tenga un futuro, a través de miradas personales e inesperadas, como la de la directora Thea Hvistendahl en su película Descansa en paz (2024). ¿Cómo logra construir un relato tan dramático y amargo a partir de un tropo tan manoseado, simple y potencialmente cómico como el de una plaga zombi? Para empezar, siendo honesta con el significado verdadero de un zombi, y tomándose todo el tiempo del mundo para presentarnos el desgarro de la pérdida de varios personajes distintos; convenciéndonos de que los protagonistas son personas reales, individuos únicos que padecen, y no tipos, como tienden a serlo en las comedias y —por desgracia— en muchas ficciones de género, ya sea thriller, terror, acción, romántico... No hay sonrisa posible en esta película porque la directora mantiene la crudeza inflexible de su premisa hasta el final; no hay un giro, no hay una inversión de significados que establezca una distancia irónica entre nosotros y lo que estamos viendo, que nos ponga a salvo, y no vemos ninguna distensión —y menos aún una risa— en el rostro de los propios personajes que nos conduzca hacia esa clase de alivio.
Palabrotas
Maldecir, jurar, soltar una obscenidad en el momento de mayor angustia —o en una sala de cine— también es una forma de distensión. Pero ¿qué es una palabrota, exactamente? Dice Žižek que las palabrotas son una prueba de que los seres humanos existimos dentro de un lenguaje, pero somos más que un lenguaje. No solo lo hablamos sino que pensamos a través de él, pero nunca nos sentimos realmente «en casa» en el lenguaje. Cuando juramos, no expresamos solo insatisfacción por un suceso objetivo, sino sobre todo nuestra frustración por no ser capaces de expresar de forma directa y completa la realidad de una experiencia.
De la misma manera, podríamos decir que el monstruo es algo así como la encarnación de una palabrota. El monstruo no contiene «un exceso utópico a contracorriente de la realidad», como dice Greenaway, sino un exceso de realidad insoportable que desborda las posibilidades del lenguaje y de nuestro orden simbólico. No es casualidad que la mayoría de los monstruos literarios o cinematográficos carezcan de verdadero nombre, porque están fuera del lenguaje convencional igual que están fuera de la materia convencional.
Es aquí donde lo fantástico y lo grotesco —que quizá sea la zona fronteriza entre el horror y la risa— inventa nuevos modos de narrar lo inenarrable, de sublevarse contra los límites del lenguaje. Como dice Flannery O’Connor, hablando de La metamorfosis de Kafka: «El relato describe la dualidad de la naturaleza humana con tanto realismo que resulta casi insoportable. No distorsiona la verdad, sino que más bien se sirve de una cierta distorsión para llegar a la verdad».