Si el monstruo se define, nos fascina y nos aterra por su insumisión a las categorías de lo normal y conocido, ¿qué podemos esperar de historias basadas en leyendas o iconos que ya han sido exhaustivamente reproducidos, explicados y domesticados por nuestra cultura, como el del ilustre vampiro de los Cárpatos? Me temo que cualquier cosa menos verdadero misterio.
En una jugada arriesgada y un tanto paradójica, Robert Eggers ha querido aportar una nueva mirada al mito vampírico mediante la réplica de una réplica, es decir, un remake del Drácula bastardeado por Murnau en 1922 —estremece pensar que la película se rodó hace más de un siglo, apenas diez años después de la muerte de Stoker—, que logra ganarse su propio lugar estético, lejos del expresionismo original y del glamur de Coppola en su versión de los noventa. Sin embargo, inevitablemente, una tediosa sensación de redundancia acompaña todo el visionado de la película: esta historia ya nos la sabemos, estos diálogos ya los hemos oído, estas sombras ya nos han acechado.
Mínima entropía
Esta sensación proviene tanto de la repetición de una historia canónica —con su elenco de personajes, sus escenarios y sus giros reconocibles— como del modo en que la información se despliega en el relato. Y es que el género gótico tiene tanto amor por el aire de presagio y lo profético que, si uno no tiene cuidado, en los primeros pasajes el lector ya puede anticipar el desarrollo completo del relato. El Nosferatu de Eggers es un buen ejemplo. La invocación que hace Ellen en la primera escena nos ofrece toda la película resumida: tenemos la atmósfera de pesadilla, tenemos la identificación del deseo sexual con la pulsión de muerte, y se nos anticipa la comparecencia final de la criatura en un abrazo letal.
Aplicando la teoría de la información de Claude E. Shannon al análisis narrativo —para estas cosas raras he creado el blog—, podríamos hablar de baja y alta entropía dentro de un relato, entendiéndola como el nivel de incertidumbre o imprevisibilidad en los eventos o el desarrollo de su trama. Un texto con alta entropía sería aquel en el que el lector no puede prever fácilmente qué ocurrirá después, con un flujo narrativo poco convencional, enigmático o disruptivo, lo que genera desasosiego, sorpresa y suspense. Por el contrario, un texto con baja entropía sería más predecible, con una trama lineal o que sigue patrones arquetípicos, donde el conflicto y la resolución son claros desde el principio y el nivel de incertidumbre/suspense se mantiene bajo mínimos.
En una historia convencional la curva de entropía debería tender a adoptar forma de campana: el primer giro marcaría el ascenso hacia el punto máximo de impredecibilidad o caos, que tendría lugar aproximadamente a mitad de la historia, para después irse reduciendo conforme el protagonista toma las decisiones que lo encaminan a la resolución. Algo de esto mencionamos al tratar la aparición del monstruo en los backrooms de Kane Pixels.
También se podría medir la incertidumbre del tema de una narración. Normalmente es justo antes del tramo final cuando los lectores —en sincronía con el propio protagonista— entendemos el verdadero conflicto que se dirime. Es lo que, en términos de escritura cinematográfica, se suele llamar lo que está en juego; el protagonista habitualmente toma la primera decisión —emprende el viaje— animado o mandado por otras personas, o en todo caso sin tener una información completa del problema al que se enfrenta; es a lo largo del segundo acto —una vez coronado el pico de incertidumbre—, cuando comienza a comprender la verdadera naturaleza de su misión, que siempre guarda alguna diferencia sustancial con su creencia inicial, y puede tomar las decisiones finales con plena consciencia.
El tema de fondo de Nosferatu queda ya enunciado y resuelto en el prólogo inventado por Eggers: Ellen (Lily-Rose Depp) es una joven infeliz, que siente un devorador apetito sexual —más que eso, existencial— cuya satisfacción, según los cánones románticos, le traerá inevitablemente dolor y muerte. Eros y Tánatos, tan explícitamente presentes y anudados en el primer minuto de película que poco espacio queda para la interpretación. En su decisión de invocar al monstruo ya está implícita su aceptación de la muerte, como confirmará después la profecía; no hay arco posible para ella, solo la lenta puesta en escena de su sacrificio, en donde la maquinaria de represión —con esa «histeria» que debe ser aplacada a toda costa por los médicos— se envuelve de ecos cristianos, al culminar con la entrega su sangre para la redención —el Van Helsing de Dafoe emplea precisamente esta palabra— y la salvación de toda la comunidad.
La ficción, en su sentido más amplio de construcción mental y cultural, tiene como primer propósito reducir la incertidumbre de estar vivos. Se trata de buscar patrones, de levantar cercos de sentido y necesidad contra el caos y el azar. Por eso incluso en historias de máxima entropía, como Todo a la vez y en todas partes (Kwan y Scheinert, 2022), es imprescindible que el narrador termine aterrizando y condensando el significado en una reconciliación entre la madre y la hija, por ejemplo. Nadie quiere ver una película en la que, llegados al desenlace, todos los temas sigan peleándose en una caótica igualdad de relevancia. La conclusión temática de una historia puede ser desoladora, como sucede en Nosferatu, pero ese no es el verdadero problema (porque el segundo gran propósito de la ficción, creo, es acompañarnos, ofrecernos el consuelo de saber que no estamos solos en nuestro miedo al sinsentido, a la muerte y al dolor). El problema, desde el punto de vista narrativo, es comenzar la película con un avance de las conclusiones. Entre otras cosas, porque habremos dejado a nuestro protagonista mutilado de toda libertad, ¿y qué interés tiene entonces su historia?
¿Qué se siente al ser un murciélago?
Desde ese mismo prólogo, la adaptación de Eggers se distancia de las anteriores al colocar a Ellen en el centro del protagonismo. El ser que da título a la película no tiene aquí la personalidad seductora y sofisticada del Drácula de Gary Oldman, ni la dimensión atormentada y reflexiva que le aporta Klaus Kinski en la versión de Werner Herzog (1979). Eggers extrae por completo la humanidad de su Nosferatu y lo presenta como un Otro absoluto, con una subjetividad vacía o completamente ajena a nosotros, por lo que no es posible ningún ejercicio de empatía ni de psicologización del personaje. Orlok es un conde, y en ese sentido representa al Antiguo Régimen que desaparece con la llegada de la burguesía y el racionalismo, pero en tanto que nosferatu o vampiro es antiguo en un sentido más lovecraftiano, es decir, existe más cerca de la eternidad del cosmos que de nuestra fugaz experiencia humana. Igualmente, los castillos ruinosos e invadidos de hiedras no representan tanto a los viejos feudalismos como una idea de la Tierra sin nosotros. Incluso cuando Orlok se define como «el apetito, nada más», pienso que no se refiere a un apetito estrictamente humano —y mucho menos al apetito sexual de una determinada persona— sino a un impulso mucho más grande, algo así como el élan vital que alienta a todos los seres vivos.
La paradoja es que Nosferatu —felizmente alejado de los rasgos antisemitas de la versión de Murnau— encarna también a la Muerte con mayúsculas, no solo por su aspecto cadavérico y por el consabido robo de sangre a sus víctimas —sin rejuvenecerse él a cambio, a diferencia del Drácula original—, sino también por la plaga de peste que arroja sobre la ciudad. Pero aceptamos la contradicción, porque intuitivamente sabemos que no puede haber una cosa sin la otra: pulsión de vida y pulsión de muerte, yin y yang, orden y caos, luz y oscuridad. Por cierto, fue Murnau quien introdujo en el mito la idea de que la luz del sol podía matar a los vampiros, y Eggers acierta al conservarla en su gran final, rodado con una escalofriante belleza.
Por otro lado, el retrato que hace Eggers de la Alemania de 1838 muestra una gran preocupación estética —con la referencia evidente de pintores románticos como Caspar David Friedrich—, pero no tanto social, como sí fue el caso de Herzog, para quien «Nosferatu no era un monstruo, sino una fuerza de cambio ambivalente y magistral», y cuya adaptación nos dejaba un final mucho más siniestro, con un Jonathan vampirizado y dispuesto a asumir el relevo del conde, mientras todos los habitantes de la ciudad festejan desquiciadamente su propia condena a muerte en una especie de danza macabra, rodeados de ratas.
Pero Eggers entiende a la perfección el gótico, y sabe que al subrayar la dimensión psicológica del relato —Ellen no está invocando a una criatura perdida en las montañas de Transilvania, sino a otra mucho más cercana, en las profundidades de su propio instinto— nos habla también, necesariamente, de la moral represiva de la época. En ese sentido, la dualidad más flagrante que presenta Nosferatu es la que algunos psicoanalistas establecen entre persona y sombra.
La Persona es el vestido y el disfraz, la coraza y el uniforme en el cual y tras el cual el individuo se oculta, no solo ante el mundo, sino también ante sí mismo. Es la «actitud» tras la cual se disimula lo inestable e insostenible; la imagen válida tras la cual permanece invisible lo extraño y lo oscuro, lo desviado y lo misterioso conjugados con lo fantástico (...) La Sombra es «el otro lado». Es la expresión de la propia imperfección y terrenalidad, o sea, lo negativo no coincidente con los valores absolutos; es lo corpóreo subvalorado en contraposición a lo absoluto y eterno de un alma que «no pertenece a este mundo».
Psicología profunda y nueva ética, Erich Neumann
En la primera escena, Nosferatu advierte a Ellen de que ella no pertenece a este mundo: «No eres para los vivos, no eres para la humanidad». Por tanto, la crisis que atraviesa la joven protagonista va mucho más allá del apetito sexual, aunque se manifieste a través de él. Si aplicamos la máxima que se suele atribuir a Oscar Wilde —«Todo en la vida tiene que ver con el sexo; excepto el sexo, que tiene que ver con el poder»—, podemos entender la frustración sexual de Ellen como un síntoma de la imposibilidad de ser ella misma, de regirse por sus propios deseos y no por los deseos de otros o por las expectativas sociales.
Doble deseo
Si buscamos en esta historia lo que René Girard llama la verdad novelesca —algo así como el cambio por el cual un protagonista deja de actuar conforme al deseo según el otro y comienza a regirse por el deseo según él mismo—, la lectura final no puede ser más trágicamente pesimista: Ellen muere porque su deseo es incompatible con la vida en el mundo en el que ha nacido. Podríamos convencernos de que su sacrificio representa alguna clase de victoria, ya que propicia la salvación de la ciudad, pero es un razonamiento tramposo: el destino de Ellen estaba sellado desde el principio por la profecía, ella no ha sido verdaderamente libre, y su rendición ante Orlok solo se camufla como una entrega al deseo propio, siendo en realidad la claudicación al deseo de los demás.
Dice Neumann: «El revolucionario de cualquier categoría está siempre del lado de la Voz interior y contra la conciencia moral de su tiempo». Por desgracia, Ellen no logra ser revolucionaria porque su muerte únicamente restaura la normalidad de Wisburg previa a la llegada de Orlok. El monstruo, por tanto, no ha provocado una crisis de significado fuera del ámbito de la pareja protagonista.
El personaje del marido, Thomas (Nicholas Hoult), asume el rol protagonista durante gran parte del relato —es el motor de la acción, como mínimo—, en gran medida debido a la «melancolía» de Ellen, quien es tratada como una enferma y parece aceptar resignada su papel pasivo en los sucesos desencadenados por su propia invocación. Pero si Nosferatu es «el apetito, nada más», cabría preguntarse qué clase de apetito o deseo simboliza para Thomas. El viaje que emprende hasta el castillo responde al mandato de su jefe —Herr Knock, quien grotescamente asimila aquí el papel de Reinfeld—, pero la misión sintoniza a la perfección con su objetivo personal; por eso Thomas emprende la marcha sin vacilar, a pesar de las súplicas de Ellen. Podemos ver así cómo el deseo opera de forma diferente para ella y para él, precisamente porque es muy distinto lo que se espera de cada uno de ellos.
En una sociedad patriarcal y de moral victoriana, sin duda el deseo de cualquier mujer debía ser mirado con sospecha o extrañeza; mucho más tratándose de una mujer con especial sensibilidad, como Ellen, que sufre ansias inexplicables y no parece encajar en el molde preparado para ella. A fin de cuentas, tener una sensibilidad especial y sentir una conexión privilegiada con los instintos y con la naturaleza es exactamente el tipo de cosas que señalaban a una bruja en las épocas más oscuras, y algo de esa visión sigue latiendo aquí, incluso entrado el siglo diecinueve y bajo las luces del racionalismo.
El deseo de Ellen se presenta como monstruoso porque nadie más lo entiende o lo comparte, ni siquiera su amiga Anna, plenamente identificada con su papel de madre y esposa. Pero, en una lógica inversa, Ellen también sabe que ese deseo es solo suyo, le pertenece a ella, precisamente porque es monstruoso, es decir, opuesto a todas las categorías convencionales y a lo que el resto del mundo considera deseable. Y eso es justo lo que la atrae de Nosferatu. Por desgracia, la pureza de este deseo propio resultará aniquiladora...
El deseo de Thomas, en la medida en que es prototípicamente masculino (quiere prosperar, alcanzar cierta posición social, proveer a su familia) no adopta una forma horrible porque se ajusta como un guante a lo que el mundo espera de él. Pero cuidado, porque esto cambia en el momento en que Thomas percibe algo monstruoso en Orlok —quizá un impulso homoerótico, quizá la posibilidad de otra clase de vida—; entonces siente que debe destruirlo, y lo intenta allí mismo, con una estaca. Su primer fracaso encuentra redundancia en su fracaso final, cuando sale de cacería en la compañía de los dos doctores —en representación de la ciencia y de la magia—, sin lograr atrapar a Nosferatu. ¿Significa esto que algún deseo inconfesable todavía no ha muerto para Thomas?
En el interior de todos los buenos personajes existe siempre un doble deseo en disputa. A una parte de Ellen le gustaría ser la esposa que Thomas quiere. Y una parte de Thomas seguramente sueña con ser algo completamente distinto a un distinguido hombre de negocios. A diferencia de los murciélagos y los monstruos, los humanos somos seres contradictorios, y no podemos rendirnos completamente al deseo propio ni al deseo de los demás sin que peligre nuestra cordura.
Caperucita y el pulpo
La idea de acostarse con el monstruo debe tocar alguna tecla psicológica y cultural profunda, porque puede rastrearse en lugares tan impensables como la Caperucita de Charles Perrault, donde la muchacha protagonista se desnuda —detalle que fue convenientemente eliminado por los hermanos Grimm— y se mete en la cama con su abuelita, para a continuación ir reconociendo las partes monstruosas del lobo, quien la devora al instante, sin rescate posterior de ningún cazador. Qué decir de La Bella y la Bestia, donde la sumisión final de la doncella propicia la transformación del monstruo en un príncipe...
Pero sin salirnos del cine fantástico, hay al menos otras dos películas que abordan el mismo tema de un ángulo mucho más sugerente y original que Nosferatu: La posesión (Andrzej Zulawski, 1981) y La región salvaje (Amat Escalante, 2016).
En la histriónica película de Zulawski, Anna (Isabelle Adjani) quiere divorciarse de Mark (Sam Neill), marido y padre de su hijo, después de confesar que le está siendo infiel con otro. Lo que Mark no puede imaginar —ni tampoco Heinrich, el amante— es que ella se refiere a una otredad muy distinta, la de una criatura con aspecto de cefalópodo que la satisface de un modo inimaginable en un apartamento situado frente al mismísimo muro de Berlín. La dualidad del deseo se materializa en un desenlace sangriento donde solo sobrevive una réplica de la pareja de protagonistas, pero también se hace explícita en los diálogos, en ocasiones muy teatrales. Dice Anna:
Miro al “yo” que ha cometido un acto horrible como una hermana que hubiese conocido por casualidad. ¡Hola, hermana! Es como si esas dos hermanas fuesen la fe y la suerte (...) Mi fe no me permitió esperar a la suerte, y la suerte no me dio fe suficiente. Luego leí que la vida privada es un escenario donde interpreto varios papeles que no me llenan, pero los interpreto igual: sufro, creo, soy... Pero sé que hay otra alternativa, como el cáncer o la locura, pero el cáncer o la locura deforman la realidad. La alternativa que tengo traspasa la realidad (...) Pero no puedo vivir sola porque me tengo miedo a mí misma, porque soy la creadora de mi propio mal.
(A modo de anécdota: Adjani ya había compartido lecho con un monstruo un par de años antes, precisamente en la versión de Nosferatu de Herzog, donde interpretaba a Lucy)
En La región salvaje, la criatura tentacular es un alienígena que ha caído en nuestro planeta y permanece bajo el cuidado de un matrimonio en su casa del bosque. Hasta allí acuden discretamente mujeres y hombres en busca de sentido —más que nunca, en su acepción de sentir—, a través de una experiencia sexual sobrehumana. Alejandra (Ruth Jazmín Ramos) es una joven madre que trata de escapar de la violencia de un marido que se resiste a aceptar su propia homosexualidad, y en su desorientación se dejará guiar por una muchacha hasta el refugio del bosque... Pese a la aparente turbiedad de la historia, Amat despliega una sensibilidad extraordinaria y para mí es sin duda una de las películas fantásticas más sorprendentes de los últimos años.
Nada mejor para terminar que la frase pronunciada por uno de sus protagonistas: «Lo que está allá en la cabaña es la parte primitiva de todos. Lo básico, en su estado más puro. Nunca se va a extinguir, solo se va a perfeccionar».
Muy interesante. A mí lo que más me gusta de la pelis de Eggers es su capacidad de trasladarnos a otras épocas, otros sentires, otros zeitgeist. No solo es el cuidado en la producción y los diálogos sino que sus personajes no parecen hombres modernos disfrazados, sino que comparten los miedos y ambiciones, etc. propias de sus respectivas épocas. Por eso es un acierto que los monstruos y sus folklores sean reales, porque para ellos lo son más allá de toda duda. Dentro de esta interpretación, en el caso de Nosferatu ese zeitgeist sería el conflicto entre razón y ascetismo cristiano contra las pasiones y las reminiscencias de mitos paganos que esa sociedad victoriana que mencionas tanto se esforzaba por reprimir. Al final de la película, los personajes que se inclinan demasiado a un lado de la balanza, como Mina, Renfield o el Monstruo (dionisíacos), o a otro como Harding (ciencia) o Anna (cristianismo), acaban pereciendo y los que acaban aceptando su dualidad sobreviven (a lo mejor es una paja mental mía, de hecho luego vi más cosas, como que la peste fuera una enfermedad de pasiones que transmite el monstruo y que hace, por ejemplo, que Harding acabe enrollándose con el cadáver de su esposa).
Pero, a pesar de que lo sabía de entrada (y menos mal), la historia se resiente con esa redundancia de la historia de Drácula, algo que no pasaba en sus pelis anteriores. En mi cabeza no podía dejar de compararla con la peli de Coppola (más que con el libro de Stoker) y cuánto más se alejaba de ella, como en esa interpretación tan distinta del monstruo que comentas, o en las consecuencias que tiene su llegada sobre la ciudad, más ganaba. Ojalá en sus próximas pelis se aleje de historias manidas (se supone que El hombre del norte es una reinterpretación de Hamlet, pero no tiene nada que ver lo que innova la historia en esa peli, con lo que lo hace en esta) porque me parece que es cuando más rendimiento saca de su obra. He leído que va a hacer Dentro del laberinto 2. A ver qué sale.
Perdona por esta chapa que nadie me ha pedido, Ismael, es que la vi justo ayer y todavía me quema en la cabeza jajaja
Un texto con un puñado de reflexiones sumamente interesantes.
Gracias por compartirlo 👌